Hace sentido que estemos viviendo tiempos muy líquidos o que nos movamos incluso, por así decirlo, en una pecera. También podemos convenir en que la gente se ha vuelto muy emocional y que sus preferencias a menudo sean cambiantes y erráticas. Lo que es más difícil aceptar es que esto sea un caos disparatado y que las percepciones políticas y los estados anímicos de la sociedad no tengan conexión alguna con la realidad y con las experiencias diarias de la vida.
Sea para el gobierno, sea para la oposición, hay semanas buenas y hay semanas que no lo son tanto. Pero nada de lo ocurrido ahora último -ni la caída del ministro Rojas, ni el primitivo rechazo y posterior aprobación del reajuste del salario mínimo, ni la crisis ambiental de Quintero, ni la acusación constitucional contra los supremos, ni la larga celebración de las recientes Fiestas Patrias- ha cambiado sustancialmente el cuadro político ni la gradual recuperación de la confianza en el futuro (lenta, sostenida, aunque para nada eufórica) que vienen mostrando las encuestas en los últimos meses.
Es cierto que durante este mes de septiembre el pasado volvió a corcovear su poco. La conmemoración del Once, los temas del Museo de la Memoria y de las libertades condicionales concedidas a un grupo de condenados de Punta Peuco, unidos como es natural a la agenda política de la izquierda, lo trajeron de vuelta y nuevamente la discusión generada a este respecto elevó la temperatura de la discusión. Sin duda que ahí hay un trauma, una herida que duele. Sin embargo, es dudoso que el hecho de no tener las cuentas en paz acerca de lo que ocurrió el año 73 -y lo más probable es que nunca las tendremos, porque las posiciones son bien irreductibles- nos esté impidiendo proyectarnos como nación al futuro. A su modo, sí, a su modo, en la medida de lo posible diría don Patricio, el país ha tratado de saldar los déficits más hirientes. La justicia se liberó completamente de la Ley de Amnistía y ha venido arrinconando incluso a mandos uniformados inferiores que participaron en operativos de violencia y represión durante los años de plomo. La derecha fue marginada del gobierno durante dos décadas y es atendible pensar que en esa sentencia ciudadana pesó la colaboración del sector con la dictadura. Una pena similar impuso el electorado sobre la izquierda menos renovada, la que antes del 73 más contribuyó a la radicalización del gobierno UP y la que después del golpe terminó identificándose con la opción armada. Valga solo comparar el enorme peso electoral, político, sindical, que tenía el PC antes del 73 y el que tiene ahora.
¿Eso agota el asunto y redime totalmente el pasado? Por lo visto, no. Siempre quedarán cuentas por cobrar, por echar en cara, por desenterrar y esto, no nos perdamos, es parte del juego político. La pretensión de que podamos tener una historia común de la segunda mitad de nuestro siglo XX es ilusoria y en tributo a la verdad -en tributo en realidad a las verdades de cada cual, mejor dicho- es preferible que sea así. Porque lo que saldría de una historia de consensos sería una brebaje tan insulso y amañado que en ningún caso daría cuenta de lo que ocurrió en los años 70, cuando Chile efectivamente enloqueció. Eso fue lo que ocurrió. Por las razones que cada ciudadano quiera ver y pesar: por la época, por la Guerra Fría, por Cuba, por el imperialismo, por la miopía y falta de grandeza de los liderazgos políticos, porque la conspiración estaba en marcha desde muy atrás, por el desgaste institucional, en fin, que venía acusando la maquinaria política de entonces. Lo concreto es que nada es gratis cuando los países enloquecen.
El Chile de hoy es ciertamente muy distinto. El más serio intento político de estos tiempos por reconectar al Chile actual con el de aquella época, que es el que realizó la Presidenta Bachelet durante su segunda administración, terminó en un fracaso político y en una derrota electoral contundente. No, el país no quiere retomar ni de lejos algo parecido a esa experiencia o que evoque la música de esos años. Cada día quedan menos dudas en orden a que Chile va camino de un capitalismo democrático de cuño modernizador y podrán discutirse los grados del intervencionismo estatal y mayor o menor extensión de nuestro estado de bienestar, pero, con oleaje a favor o en contra, no está en riesgo ni en duda el rumbo y la dirección del proceso.
Justamente hacia allá es donde el gobierno quiere avanzar, no solo porque esta sea la perspectiva que más le gusta y que mejor lo interpreta, sino también porque es la que le fue mandatada al Presidente en la segunda vuelta. En esto, tanto el gobierno como la derecha se sienten muy cómodos y el mayor riesgo que enfrentan radica en que ellos mismos en un momento dado decidan desconcentrarse y perder el foco.
En este contexto, a la izquierda se la ve, claro, más complicada. Hoy la izquierda, aparte de jugársela por expandir al costo que sea los derechos sociales, no tiene un proyecto político muy articulado y se ha estado dando cabezazos con la misma fórmula que la llevó al fracaso en segunda vuelta: todos contra Piñera. El sector se enreda cada vez que tiene que tomar una opción de futuro -en eso está, por ejemplo, con el proyecto de aula segura del gobierno- y basta ver lo que está ocurriendo en el Frente Amplio, que nació como la gran esperanza de renovación de la política chilena, para constatar que en este bloque no es oro todo lo que reluce ni es tampoco cierto que todos los gatos sean pardos. Los partidos que integran este bloque han entrado a una etapa de clarificaciones y ya se verá si lo que sale de eso es una apuesta por el pasado que el país ya dejó atrás o por el futuro que queramos construir.