Columna de Héctor Soto: Oposición para rato

Al entregarse atada de pies y manos a Bachelet, es cierto que la izquierda ganó un gobierno más. Pero desde ese momento en adelante perdió un proyecto político, que es hoy su gran falencia no solo como oposición, sino como fuerza política llamada a levantar alguna vez una alternativa que interprete a la mayoría de los chilenos.



Es dramático plantearlo en estos términos, pero tal como la derecha estuvo durante 20 años fuera de La Moneda por culpa de su incondicionalidad con Pinochet, así también la izquierda arriesga tener que conformarse con ser oposición por largo tiempo a raíz del histórico error que cometió al abjurar de su obra.

La histórica deserción coincidió con el momento en que la Presidenta Bachelet dio vuelta la página de la antigua Concertación para formar, ahora con el Partido Comunista, la Nueva Mayoría como soporte de su segunda administración. La verdad es que para entonces, uno o dos años antes de que el gobierno de Piñera concluyera, la oposición ya se había radicalizado mucho, pero medio mundo entendía que ese proceso estaba dictado más por conveniencias electorales que por convicciones profundas.

Además, la figura de Michelle Bachelet era en ese momento demasiado atractiva y poderosa electoralmente como para andar objetando consignas a todas luces sobregiradas o para ir tomando distancia de diagnósticos que eran ciertamente ofensivos con la transición política chilena. Bueno, la experiencia demostró que la popularidad de Bachelet descolocó tanto a políticos del sector, que incluso muchos de ellos olvidaron hasta leerse el programa de gobierno que, por instrucciones de ella y sin consulta a los partidos, sus colaboradores más estrechos habían elaborado. El primer año de Bachelet II demostró, para desconsuelo de partidos como la DC y para las dirigencias más moderadas de la Concertación, que la cosa iba en serio y su gobierno, mucho más que de continuidad con la ex Concertación, iba a ser de ruptura con el pasado.

Ponerlo en estos términos hoy día no tiene ninguna gracia, porque es evidente, pero no deja de ser significativo que una figura señera del ancien régime, como Ricardo Lagos, haya creído aún en 2017 que todavía era posible que él, macho alfa de la centroizquierda chilena sin contrapeso, pudiera transformarse en abanderado presidencial de una izquierda que para entonces estaba completamente embriagada en las consignas que le había comprado al Frente Amplio. La forma en que el Partido Socialista humilló a Lagos fue la evidencia final de que la Concertación efectivamente había muerto y que la candidatura del continuismo de Bachelet -gobierno muy mal evaluado por la gente- se encaminaba a un desastre electoral de proporciones históricas, tal como también histórico fue el triunfo de Piñera en la elección de segunda vuelta.

Al entregarse atada de pies y manos a Bachelet, es cierto que la izquierda ganó un gobierno más. Pero desde ese momento en adelante perdió un proyecto político, que es hoy su gran falencia no solo como oposición, sino como fuerza política llamada a levantar alguna vez una alternativa que interprete a la mayoría de los chilenos. Como hasta ahora no lo ha logrado, los esfuerzos opositores siguen convocando a la unidad del sector. ¿Unidad para qué? Básicamente, para que el gobierno no pueda llevar adelante las reformas que se propone ni pueda completar el giro de timón hacia la moderación por el que el país optó en diciembre del 2017.

Que ese obstruccionismo pueda salvar al bloque es dudoso. En Chile, las coaliciones que forman gobierno se definen por lo que quieren hacer, no por lo que no quieren. Y en la actual oposición es tan dramática la ausencia de horizontes y de proyectos compartidos, que muchos ingenuos se preguntan si no le saldrá más barato a la centroizquierda, antes que tratar de reinventar la rueda, decir que se equivocaron y reconocer que la izquierdización del gobierno pasado fue un error. Al desvincularse y avergonzarse de lo que había hecho, la centroizquierda tiró por la borda no solo el legado de cuatro gobiernos que habían sido razonablemente exitosos; no solo renunció a la única experiencia de gobierno con buen desenlace que podía mostrar el progresismo latinoamericano; también el sector se quedó a la intemperie, porque nunca tuvo un paraguas que cubriera el imaginario político que buscan para Chile.

Eso no obsta, por supuesto, a que la oposición haga valer sus fueros. Para oponerse a algo no es necesario tener un sueño ni un proyecto ni menos un programa. Basta la voluntad resuelta de complicarle la vida al gobierno. El resto lo ponen, claro, los errores del oficialismo, que nunca faltan. Es cosa de ver la improvisada comedia de los medidores inteligentes. Es cosa de mirar la idea del control de identidad a los menores de 14. Alguien lo pensó, alguien creyó que era bueno, alguien hizo un trascendido y después resultó que era cierto. Bien poco republicana la presentación. Parece no haber plan muy estudiado y coherente para atender la demanda de seguridad pública que este gobierno estaba llamado a enfrentar. Y es una lástima, porque ya se perdió un año.

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