La libertad de escoger al adversario -y de revestirlo en el debate público de los peores atributos y defectos que podamos imaginar- es consustancial a la política. Muy a menudo la lucha no es contra quienes están al frente, sino contra las imágenes, las caricaturas o los fantasmas asociados a quienes tenemos al frente. Los conflictos son más fáciles de resolver cuando somos nosotros mismos quienes inventamos al enemigo y lo descalificamos por fascista, totalitario, antidemocrático, corrupto, desprolijo, flojo y todo cuanto se nos pueda ocurrir. Las simplificaciones siempre ayudan. En este plano, el margen de impunidad que tiene la ficción es relativamente amplio. Claro que todo tiene un límite, entre otras cosas porque la política en algún momento tiene que conectar con la realidad y no está libre, como disciplina, de las lógicas del sentido común.

Fue posiblemente esta dependencia la que hizo posible el acuerdo entre gobierno y oposición respecto del proyecto de Aula Segura. Primó finalmente la sensatez. Había un problema objetivo con la violencia, particularmente en colegios emblemáticos de la educación pública, algo había que hacer para a lo menos intentar enfrentarlo, y lo que se acordó –digan los parlamentarios opositores lo que quieran- va en esa dirección. Es raro, por supuesto, dada la naturaleza del proyecto, que el acuerdo se haya alcanzado en la Comisión de Hacienda y no en la Educación del Senado. El mundo al revés, pensaría el observador. Pero cada rama legislativa es libre de determinar cuáles son los escenarios que va a destinar al show y cuáles los que quiere mantener como ámbitos efectivos de decisión. Aquí eso quedó absolutamente claro.

Es obvio que la inspiración del proyecto Aula Segura no tuvo nada que ver con el torcido propósito de traspasar la Constitución o de cegar en las escuelas la libertad de expresión y el derecho de los estudiantes a manifestar civilizadamente sus puntos de vista. Tuvo que ver con algo muy pedestre, con la necesidad de sancionar la violencia, puesto que con el actual normativa estaba quedando impune y entregando en bandeja la educación pública a grupos radicalizados, que es una de las razones por las cuales estos establecimientos han venido perdiendo matrícula, prestigio y calidad en los últimos años. Era solo eso. La violencia no es el único factor de descrédito y probablemente habrá que enfrentarlos todos. Pero eso no significa que haya que seguir escondiendo la cabeza ante el violentismo. Al revés: el sentido común exige penalizarlo.

Esa conexión con la sensatez, con lo que piensa el común de la gente, va a ser clave para sacar adelante la agenda legislativa del gobierno. Al menos a un sector de la oposición le encantaría ver al gobierno de Piñera contaminado con las posiciones extremas del discurso de Bolsonaro. Es posible, incluso, que se defraude interiormente al comprobar su moderación. Cree que con tintas más cargadas todo sería más fácil para ella. Y ciertamente en eso tiene razón.

La tiene porque nada divide más a la oposición que el pragmatismo y la moderación del gobierno. El día en que La Moneda. escuchando los cantos de sirena que la llaman a gobernar sin remilgos y sin sentimientos de culpa ni de pánico desde rotundas convicciones de derecha, termine radicalizándose, bueno, a lo mejor consigue un aplauso en los mítines del ala más derechista del Partido Republicano, en las asambleas de la Liga del Norte de Matteo Salvini o algún reconocimiento en los discursos de Marie Le Pen en Francia. Pero, junto con eso, habrá conseguido también lo que ningún líder, partido, movimiento o proyecto de signo opositor ha conseguido hasta ahora: la unidad de ese amplio espectro que va de la DC al Frente Amplio o más allá. Por eso, no hay mucha cabida para el "bolsonarismo" en Chile. La verdad es que ninguna cuando hay un gobierno de centroderecha que no tiene mayoría en el Parlamento. Y muy poca, desde el momento en que la institucionalidad chilena, mal que mal, comienza a entregar respuestas efectivas a los fenómenos de la corrupción y de la inseguridad pública, cosa que los gobiernos del PT en Brasil en un caso explotaron para sí y en el otro nunca tomaron en serio. Como fenómeno político, Bolsonaro es mucho más el producto de la desesperación de millones de electores brasileños que una expresión de rechazo o hartazgo con los mecanismos de la democracia liberal clásica: igualdad de derechos, libertades individuales, respeto a la ley, división y contrapeso de poderes.

¿Significa que el gobierno ha de esconder sus convicciones más profundas relativas a la libertad y a la autonomía de las personas para no incomodar a la oposición? Por supuesto que no. La gran lección que deja el proyecto Aula Segura es que el gobierno está en condiciones de sacar adelante iniciativas que, uniendo mucho a la coalición oficialista, también sean capaces de interpretar el sentir mayoritario de la población. Posiblemente no sea fácil encontrar todos los días ideas o proyectos provenientes de los temas y ámbitos que cumplan con esta doble condición. Quizás sean pocas, pero son iniciativas de esta naturaleza las que más le sirven para reconciliarse con su identidad de centroderecha. En este sentido, un Aula Segura vale bastante más que cien "selfies" con Bolsonaro.

No toda la derecha chilena, claro, lo ve así. Y no porque tenga particular debilidad por las "selfies" o el pavoneo que las difunde en las redes sociales. Es por otra cosa: es porque sueñan, en el más peligroso de todos los sueños políticos, con un Chile mucho menos abierto a la diversidad que el actual. R