No corren, por lo visto, buenos tiempos para las nociones tradicionales sobre responsabilidad individual. En la política eso lo hemos venido viendo desde hace años. La gente actúa o vota de una determinada manera y luego, a la hora de asumir las consecuencias de su conducta, mira al techo, se desentiende o -a lo más- acepta que tomó la opción que tomó insistiendo en que lo hizo con las mejores intenciones. Lo hice para mejor, es el argumento más socorrido. Y si las cosas salieron peor, bueno, qué culpa tengo. ¿Cómo, qué culpa? Bueno, si no toda, mucha, porque como lo sabe cualquiera con algún grado de madurez, la política no es un asunto de puras intenciones o testimonios, sino también de resultados.
En los últimos años se ha popularizado también otra eximente de responsabilidad. La eximente de las víctimas, de los abusados, de los que callaron por años y años las infamias que sufrieron y que ahora se atreven a denunciar por razones que sin duda son válidas: porque cambió el contexto, porque recibieron ayuda para armarse de valor, porque comenzaron a soplar otros vientos en la sociedad, porque emprendieron un proceso terapéutico de sanación. Perfecto: enhorabuena y basta de abusos. La psicología, la psiquiatría, incluso la criminología, todavía no terminan de visualizar muy bien hasta dónde, con propósitos torcidos y por la vía del sometimiento mental, una conducta puede ser enteramente digitada desde afuera, violentando la voluntad, traicionando vínculos de confianza y obligando al abusado a realizar y justificar actos que, con algún margen de libertad interior, ese sujeto, según sus propios valores, jamás realizaría o justificaría. Esta composición de lugar le hizo sentido siempre a la gente en el caso de los menores de edad, de los niños especialmente, aunque también de los jóvenes. La novedad es que ahora la frontera se ha corrido. O se ha gasificado, en una nube de relatividades y dudas. Le atribuyen a Camus, también Lincoln, haber dicho que después de cierta edad todo hombre es responsable de su cara. A mí me enseñaron que nunca después los 20. Otros decían que más tarde. Ahora ya nadie se atreve a poner una edad y hay gente ya venerable que sigue imputándole a su casa, a sus padres, a su educación, rasgos de identidad que a esas alturas ya debiera haber reconocido como propios. Entre otras cosas, porque todo tiene un límite y en algún momento hay que apechugar por uno mismo.
Somos, se supone, más libres y autónomos que nunca en la historia y, sin embargo, quizás nunca como ahora ha sido tanta la gente que se dice determinada, condicionada o anulada por algún trauma y por el contexto donde nació, donde se formó, donde comenzó a ser. Uno de los pasajes más intrigantes de la notable entrevista de Patricio Fernández a Ricardo Palma Salamanca en el Clinic es aquel donde explica buena parte de la vida que hizo en función de la familia donde nació. Seguramente no le falta razón. El suyo fue un contexto fuerte: no es irrelevante tener una madre comunista y hermanas comunistas, ni -como él dice- haber almorzado con materialismo histórico y haber comido con materialismo dialéctico. Quizás en otro contexto su historia hubiera sido diferente. Pero también lo sería la de cualquier otro sujeto si sus circunstancias hubieran sido distintas. La vinculación de Palma Salamanca con la subversión y el violentismo fue efectivamente temprana. La duda siempre será la misma: ¿dónde termina el medio y dónde comienza uno?
Esa frontera se ha estado corriendo sistemáticamente en los últimos años. Por buenas razones, sin duda. Lo que tal vez no es tan bueno es el efecto final: responsabilidades a la baja, victimizaciones al alza. R