Evo Morales no quiere hablar del Silala. No en Bolivia, no en público. Hay indicios de que querría hablar en privado, pero sabe que no están las condiciones, que no las ha creado. Más bien las ha eliminado. La razón de su silencio son las elecciones presidenciales del próximo 20 de octubre, donde repostula a cinco años más de gobierno. Un referendo popular rechazó esa pretensión en 2016, pero el presidente logró que 19 meses después el Tribunal Constitucional contradijera la propia Constitución para refutar el plebiscito y dejarle el paso libre. En diciembre pasado, las autoridades electorales, controladas por el MAS, oficializaron ese derecho que había perdido por el 51,3% de los votos.

La principal promesa de sus campañas anteriores, que era la de imponer a Chile una negociación para lograr un acceso con soberanía al océano, fue derrotada en la Corte Internacional de Justicia de La Haya. A pesar de la contundencia del fallo, la corte de Morales ha hecho vivir al pueblo boliviano con esa débil frase que dice que los dos países pueden seguir conversando. Lo que siempre se ha podido, ni más ni menos, aparece presentado como la victoria dentro de la derrota. Solo un pensamiento decididamente mágico puede encajar eso como un razonamiento.

Y en paralelo ha mantenido viva su campaña internacional, aprovechando el descuido de los incautos. Siempre hay algún diputado que firma declaraciones sin leerlas, o que no entiende lo que lee, como ocurrió en la reciente reunión del Foro de Sao Paulo, a la que, significativamente, Evo Morales no asistió. La declaración final contenía una línea de respaldo a la demanda boliviana. Con todo, esto también quiere decir que la Cancillería chilena ha bajado la guardia. No se ha preparado para la segunda campaña de Morales. ¿Creerá que se cansó?

El silencio sobre el Silala tiene otra dimensión. El gobierno de Morales ha tratado de evitar una segunda derrota antes de las elecciones. Con el objetivo de dilatar el proceso, presentó, junto con su contramemoria (respuesta a la demanda chilena) una contrademanda para exigir a Chile cosas distintas de las que planteó en el pasado.

Pide en ella tres decisiones a la CIJ: 1) que declare que los canales hechos en el Silala sean declarados soberanos de Bolivia; 2) que declare que Chile no puede usar el "flujo artificial" creado por tales canales, y 3) que, de querer usarlos, Chile debe compensar a Bolivia por ese "flujo artificial". Este planteamiento supone que Bolivia ya no niega que el Silala es un río (que tiene, por oposición, algún "flujo natural") y se ha centrado en la idea de "flujo artificial". Dado que tales canales están en territorio reconocido como boliviano por el Tratado de 1904, la petición de que sean declarados soberanos parece un artificio retórico, a menos que se quiera alterar el trazado de la frontera, lo que la corte no podría hacer.

Esta posición puede ser demolida si se demuestra geológicamente la existencia de un curso "no artificial" anterior a toda intervención humana, "antes de la peluca y la casaca", como diría Neruda, que es lo que los más calificados científicos mundiales han estado estudiando por encargo del gobierno chileno. Si, como es probable, tal cosa se demuestra, es previsible que los abogados de Morales retrocedan a la idea de "compensación", la última de las peticiones. Pero en este caso también han cambiado sus pretensiones anteriores: dejaron de hablar de "deuda histórica" (pago retroactivo por el uso del agua desde el siglo XIX), que fue el punto que hizo fracasar las conversaciones el año 2009. Es pertinente decir que el derecho internacional confiere privilegio sobre el agua a quien la necesita y la usa; hasta hoy, Bolivia no ha desarrollado ningún uso real de agua del Silala a pesar de décadas de anuncios.

La demanda chilena y la contrademanda boliviana serán resueltas en conjunto por la CIJ, posiblemente en el primer semestre del próximo año, momento en el cual el pueblo boliviano podría encontrarse con el camelo en su esplendente totalidad: la pérdida de tiempo, dinero e ilusiones en una cruzada cuyo único resultado real ha sido el deterioro de largo plazo de las relaciones con Chile, además de la reducción al mínimo histórico de las simpatías de la opinión pública chilena.

Pero ya habrá pasado lo que para la política boliviana es lo principal: las elecciones. El silencio de Morales sobre las causas ante la CIJ cuenta con la complicidad de su principal contendor, el expresidente Carlos Mesa, a quien, de acuerdo con las encuestas de julio pasado, ya le lleva entre cinco y 10 puntos de ventaja, aunque no los suficientes para triunfar en primera vuelta. Lo único que Mesa puede ofrecer de diferente a Bolivia es la restauración de una democracia con alternancia en el poder. Pero esa importante promesa parece ser muy poca cosa para un pueblo largamente castigado por males sociales más imperiosos.

Al embarcar a todos los expresidentes en la estrategia antichilena -la única excepción ha sido Jaime Paz Zamora, cuyas vacilaciones electorales lo han dejado muy atrás en las encuestas-, Evo Morales evitó que todos sus posibles adversarios pudiesen facturarle el fracaso de su política exterior. La inteligencia de esa maniobra solo podrá evaluarse en un futuro muy lejano.

La cuestión de fondo es que el gobierno de Morales, que no va solo por cinco años más, sino por todos los que alcance, le seguirá proponiendo a Chile una vecindad difícil, enervada, desapacible.