Columna de Óscar Contardo: Algo murió la medianoche del viernes

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Durante la noche del viernes estaba claro que la frivolidad política y la desidia como brújula habían servido de combustible para que una bomba de furia estallara. La jornada concluía después de la medianoche, con un militar enviándonos por televisión a descansar a nuestras casas. Algo había finalizado de un modo arrebatado, como la convulsión que precede la muerte de un cuerpo malherido.



Esta columna tuvo una versión anterior. El texto original comentaba un conflicto entre grupos de estudiantes secundarios que evadían el pago del metro entrando en tumultos a las estaciones. Era su forma de protestar por las tarifas. Frente a los hechos el gobierno anunció que los precios no cambiarían y, siguiendo la lógica instalada con Aula Segura, envió a fuerzas especiales de carabineros para solucionar el problema. En aquella primera columna –escrita el viernes 18 en la mañana- distinguía el movimiento escolar actual de aquel conocido como la Revolución de los pingüinos de 2006. A diferencia de las protestas de ese año, ahora no había líderes visibles ni dirigentes, tampoco petitorios relacionados con la educación. Los adolescentes movilizados de 2019 exigían algo relacionado específicamente con la sobrevivencia de ellos y la de sus padres: anular alza del precio de los viajes en metro. Quizás no pedían más porque saben que la educación pública se está hundiendo, y que ya a nadie le preocupa del naufragio inminente. Ni siquiera valía la pena tomarse los liceos. El recurso usado fue entonces el desborde, saltar del bote que hacía agua y hacerse notar en el metro, el último reducto público de la capital en donde es posible el encuentro entre los distintos fragmentos de una ciudad segregada con cincel, tal como la educación.

La generación 2019, escribía en mi columna original, es la del sálvese-quien-pueda, y también la que ha contemplado desde la infancia el derrumbe institucional. Son jóvenes que han aprendido cómo las leyes se compran y los impuestos se evaden o eluden; han sido testigos de que los generales de ejército viven como magnates y los de carabineros como gerentes; que las AFP se cabrean porque a los viejos les bajan ganas de jubilarse; que las Isapres se indignan porque las mujeres tienen útero y que las farmacias inflan los precios de los medicamentos porque se les antoja. Estos escolares conocen que hay zonas de sacrificio con niños destinados a ser carne del cáncer y que el Estado hace recuento de los jóvenes muertos en el Sename mientras se aprueban leyes para que la policía detenga adolescentes (pobres) por tincada. También han escuchado que la ética es una religión muerta que ya nadie practica, un regodeo propio de los débiles.

Sobre eso había escrito en la mañana. Nada podía cambiar tanto, pensé. Pero sobrevino la tarde del viernes.

Primero eran los escolares saltando torniquetes, después los miles de santiaguinos sin transporte caminando a sus casas con resignación, enseguida las protestas espontáneas en la calles, las fuerzas especiales inundando estaciones; luego los vándalos, los incendios, la periferia en caos, los carabineros replegados, las autoridades ausente, el mutismo de una oposición pasmada, la foto de un presidente en un restorán de Vitacura mientras las estaciones de la línea del metro a Puente Alto ardían en llamas. El vértigo, el descalabro y el absurdo.

Durante la noche del viernes estaba claro que la frivolidad política y la desidia como brújula habían servido de combustible para que una bomba de furia estallara. La jornada concluía después de la medianoche, con un militar enviándonos por televisión a descansar a nuestras casas. Algo había finalizado de un modo arrebatado, como la convulsión que precede la muerte de un cuerpo malherido.

"Los disturbios en el metro son un síntoma que se aplacará con una respuesta disciplinaria policial" había escrito en la mañana del viernes 18. Un día después esa frase me parece ingenua, vacía. Lo que aun rescato como vigente del texto original es la idea del cierre de la columna, en donde sugería que la causa de la rabia hay que buscarla en los discursos desdeñosos hacia una población que vive en una cornisa endeble cuyo único contacto con lo público –escuela, salud, transporte- es hostil y fatigoso. La furia de un grupo que creyó en un minuto en los mensajes de igualdad de la izquierda y en otro, en los del mérito de la derecha, y que fácilmente puede abrazar los del fascismo –como ya ha sucedido en Europa, Brasil y Estados Unidos- si con eso consigue algo de alivio y la sensación de que alguien hará justicia por ellos, aunque sea a empujones, codazos, balazos o a costa de la propia democracia.

Esta es la segunda versión de un texto que reescribo mientras afuera patrullas militares recorren la ciudad bajo un caceroleo intermitente. Ninguna autoridad ha asumido la responsabilidad política hasta el momento. Pienso en la jornada del lunes que viene, en la fatiga de los millones de personas tratando de ir y volver de sus trabajos, con una dificultad más que sortear –metro cerrado, micros colapsadas- en el duro y perpetuo camino hacia el fin de mes. No me imagino a quién van a querer escuchar la próxima ocasión que alguien les pidan su voto prometiéndoles prosperidad, orden y tiempos mejores.

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