Columna de Oscar Contardo: Archipiélagos desérticos

¿Volverá a llover como solía hacerlo? ¿Con la misma regularidad? Nadie podría responder eso como se contesta que mañana saldrá el sol. La tendencia no indica cuándo ni cómo habrá un quiebre. Sin embargo, los registros de una extensa sequía existen y en los mapas de las proyecciones mundiales de crisis hídrica nuestro país aparece coloreado con un rojo escarlata.



La novela La Sequía, de J.G. Ballard, comienza presentando a un hombre de mediana edad que se ha ido a vivir a una casa flotante, junto a un embarcadero, sobre un río que ha comenzado a secarse luego de dos estaciones sin lluvia. Ya sin la profundidad habitual, el río es un vertedero de pájaros y peces muertos. Al final del primer capítulo el narrador reflexiona sobre el modo en que el fenómeno afectará la vida del personaje protagónico y su entorno, no solo los cambios en la naturaleza alrededor, sino también en los que sufren los otros moradores, los habitantes de la ribera. En ese punto, el río es descrito como un gran "moderador" que cumple la función de puente "entre todos los objetos tanto animados como inanimados"; sin el río, sin la lluvia, sin la vida que el agua cayendo del cielo y fluyendo por el cauce prende alrededor, "cada uno de ellos será literalmente un archipiélago donde el tiempo se había secado". Hombres y mujeres aislados en un torrente agónico inician una penosa marcha hacia la costa, una diáspora durante la que se desploman los antiguos modos de convivencia.

No recuerdo cuándo fue que escuché por primera vez sobre el "avance del desierto" desde Atacama hacia el Valle Central, pero sí sé que fue mucho antes de leer la novela de Ballard, en la que me sumergí como en un cuento improbable: algo posible en el ámbito de los sueños, de las pesadillas o de un futuro que no me tocaría presenciar. Ahora, sin embargo, sigo en tiempo real los detalles de lo que se ha llamado megasequía y que afecta a gran parte del territorio chileno: desde hace una década llueve mucho menos de lo habitual en la franja en la que vive el 70% de la población nacional, es decir, en el área comprendida entre La Ligua y Temuco. En una entrevista reciente a un medio regional, dos científicos de la Universidad de Chile indicaban que la duración del fenómeno es más extensa que la de otros períodos similares. "Las proyecciones para Chile señalan que el déficit hídrico por cambio climático será de entre 5% y 20%, esta última cifra es la del escenario más catastrófico", indicaba la nota. El déficit de agua caída para Santiago en agosto de este año era del 70%.

¿Volverá a llover como solía hacerlo? ¿Con la misma regularidad? Nadie podría responder eso como se contesta que mañana saldrá el sol.

La tendencia no indica cuándo ni cómo habrá un quiebre. Sin embargo, los registros de una extensa sequía existen y en los mapas de las proyecciones mundiales de crisis hídrica nuestro país aparece coloreado con un rojo escarlata.

Puede que me equivoque, pero durante la última década nunca escuché hablar del tema en un debate nacional hasta que la emergencia climática se hizo evidente como un asunto de urgencia global. En los discursos políticos chilenos la escasez de agua parecía ser un tema local que involucraba a representantes regionales y autoridades provinciales de menor rango. Como si el clima fuese un mosaico que dependiera de intendencias y municipalidades. Aun más, la situación de comunidades rurales de la Región Metropolitana, es decir vecinas a Santiago, cuyos cultivos se habían secado y apenas tenían agua para su consumo, eran reportadas como un asunto que estaba solucionándose con camiones aljibe. El paisaje moribundo al interior de la Región de Valparaíso, a su vez, era descrito por las autoridades como una especie de malentendido y los manchones -inexplicablemente verdes- de plantaciones de paltos para exportación, que contrastaban con la costra reseca merodeada por animales famélicos, una suerte de ilusión óptica de la que sacaban provecho algunos activistas. Las instituciones funcionan para algunos como una soga resistente, para el resto es apenas un débil hilo de agua que no alcanza a saciar la sed del ganado macilento.

En la novela de Ballard ya no llueve, porque la superficie de los océanos ha quedado cubierta por una delgada capa de plástico que impide la evaporación del mar y la formación de nubes. En la realidad actual, el plástico se acumula en cerros de basura a la deriva, asfixia a los peces y a los pájaros y es arrastrado a las costas como una ofrenda tóxica que se esparce por las playas. Todo eso ocurre mientras las temperaturas se encumbran derritiendo los glaciares.

En La Sequía, las personas se transforman en islotes desconectados entre sí una vez que la catástrofe se cierne para todos por igual; en los tiempos que corren todos parecemos vivir en archipiélagos contiguos, tribus que se saludan o agreden a la distancia, incluso antes de que el colapso ocurra. Una aglomeración de primates erguidos sin puentes de conexión ni la intención de mirar más allá de su provecho inmediato, inmunes al sufrimiento de quienes no conocemos y ajenos a la angustia de los más pobres y a la desesperación de los más jóvenes.

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