Columna de Óscar Contardo: Chapuceros
El sistema en ocasiones corcovea, pero a veces ni siquiera se mueve. Más que una puerta giratoria, parece una maquinaria enorme armada por piezas que no calzan, operada por personal que no se comunica y que se conduce leyendo distintas instrucciones de uso.
La historia de un delito puede ser también la historia del modo en que los crímenes son investigados. La forma en que la policía despliega sus destrezas o se hunde en su impericia; la manera en que el sistema judicial criminal echa a andar un engranaje bien diseñado o se mueve como un animal ansioso que repentinamente es liberado en medio de una cristalería. Esta semana, una mujer joven dio una entrevista a Las Últimas Noticias contando cómo logró reunir las pruebas que sacarían a su amigo de prisión preventiva. La nota venía en la portada y podría haber sido el relato de una mujer que rescató un gato de la copa de un árbol, si no fuera porque en lugar de un mascota aventurera, se trataba un hombre de 20 años que fue encarcelado durante 20 días, sin más pruebas que un testimonio de alguien que aseguró haberlo visto quemando un bus en Providencia. El sistema había considerado que con eso bastaba y lo mejor era meterlo a la cárcel. Seguramente habría permanecido allí de no ser por los amigos que decidieron reunir las pruebas –imágenes de cámaras callejeras, registro de pago de pasajes, mensajes telefónicos- que demostraban que el hombre estaba a más de 600 metros de distancia del lugar cuando el bus había sido incendiado. La familia del muchacho encarcelado contrató al abogado que podía costear su presupuesto familiar, sin embargo, el profesional apenas se preocupó del caso. ¿Qué hubiera pasado si los amigos del inculpado no se empeñaban en investigar reconstruyendo su trayectoria la tarde del atentado? En otra nota de prensa leo que en 2018 hubo 661 personas que permanecieron entre seis meses y un año en prisión preventiva que no fueron condenadas.
Chile es uno de los países con mayores tasas de personas en prisión del continente. Las cárceles están repletas, allí los internos sobreviven en condiciones brutales, sin embargo, para muchos chilenos debería haber más personas encerradas. Lo que nos lleva a especular que si supuestamente en las cárceles no están todos los que deberían estar, entonces la tasa de prisioneros debería ser mayor. Es lo que se deduce de las quejas de quienes plantean que la justicia es benévola y hay una puerta giratoria que deja libres a demasiados delincuentes que deberían estar encerrados. Cabría preguntarse entonces por qué razón este país produce, proporcionalmente, más transgresores de la ley que la mayoría de los países vecinos. Cuál es la razón, además, para que casi en su totalidad quienes están en la cárcel hayan nacido pobres. Una punta de la hebra la sostenemos todos, la otra la tensa el sistema de justicia.
Usted sabe quién es el sugestivo título del libro de Rodrigo Fluxá sobre el crimen de Viviana Haeger, la mujer asesinada en 2010 en Puerto Varas. La frase de la portada -una aseveración dirigida al lector- es una carnada y al mismo tiempo un desafío que el autor lanza: nos sugiere que no es necesario ni siquiera leer el libro para dominar el caso a tal grado que ya conocemos de antemano al asesino. La imagen del rostro del marido de Haeger refuerza la idea. Sin embargo, el que parece ser el tema de fondo del relato no es el empeño de un reportero que aspira a resolver el crimen, sino el de un narrador que describe detalladamente la manera en que las instituciones encargadas de investigar un delito -el asesinato de una mujer en un barrio residencial de provincia- exhiben una concienzuda habilidad para la chapucería, una desprolijidad que va torciendo el caso hasta transformarlo en un espectáculo.
El libro muestra una galería de personajes que a ratos parecen sacados de una comedia de equivocaciones: detectives escribiendo declaraciones en computador prestado por quien después resultaría ser uno de los sospechosos del crimen; policías que ponen en riesgo investigaciones por conflictos amorosos internos; fiscales que asumen el rol de matones de poca monta planificando investigaciones paralelas, y abogados que no son capaces de atar los cabos sueltos que gritan desde los expedientes. La PDI estuvo buscando durante más de un mes a una mujer cuyo cuerpo finalmente estaba en la misma casa que se suponía debieron haber revisado escrupulosamente desde el principio.
El sistema en ocasiones corcovea, pero a veces ni siquiera se mueve. Más que una puerta giratoria, parece una maquinaria enorme armada por piezas que no calzan, operada por personal que no se comunica y que se conduce leyendo distintas instrucciones de uso. Un ingenio que cada tanto emite un ruido molesto, a veces un concierto de chillidos con conflictos cada vez más esperpénticos ventilados por la prensa. Si en estas condiciones ya es preocupante, es perfectamente atendible encender una alarma en casos de mayor complejidad, como la corrupción o el narcotráfico, en donde el dinero es capaz de hacer de tanta desprolijidad una ventaja para aceitar los engranajes chuecos en favor de quienes pueden permitirse la mejor defensa y poner a resguardo evidencias bastante más sutiles que las imágenes de un bus en llamas o el cuerpo sin vida de una mujer asesinada.
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