"¿Dónde está escrito que debamos ser coherentes?" es la pregunta que encabeza un artículo que la escritora Alma Guillermoprieto publicó en New Yorker en 1991. La cronista relataba las transformaciones religiosas que estaban ocurriendo en Brasil a través de un recorrido por Río de Janeiro. Desde hacía un par de décadas a esa fecha un nuevo elemento comenzaba a tomar protagonismo en la vida de los brasileños: el evangelismo pentecostal. Decenas de sectas habían logrado convertir a millones de brasileños católicos y a aquellos que practicaban la umbanda, una religión afrobrasileña muy popular. Hasta el ascenso del pentecostalismo, las creencias convivían en un mismo espacio, superponiéndose sin que fuese necesario exigir una adhesión estricta a tal o cual práctica. La coherencia no era una virtud que se tuviera en mente cuando se hablaba de estos asuntos.

El texto de Guillermoprieto comienza con la figura de un converso, un hombre de cierta edad que había llevado una vida loca, bebiendo, fumando y hasta conjurando para asesinar a un par de personas. Todo eso cambió cuando se hizo evangélico militante. Algo parecido ocurría con un matrimonio de clase obrera, cuyos conflictos se disiparon cuando ella visitó un culto que le indicaba cuál era el lugar de la mujer en el matrimonio y cuál el del hombre, además de una lista de conductas prohibidas. Todo mejoró, le contaron.

Cuando Alma Guillermoprieto publicó esa crónica, el avance evangélico en Brasil era un proceso que aparecía circunscrito al ámbito de la vida privada de los sectores populares que encontraban en las iglesias pentecostales una fórmula para "cambiar la realidad". Mientras las otras religiones prometían el consuelo de una vida después de la muerte, los pastores evangélicos daban un plan que a la larga tenía resultados concretos en sus vidas. Eran efectivos, más que cualquier promesa política.

Sin embargo, formar parte del rebaño no era gratis, constató la cronista. Además de los diezmos, los fieles debían comprar biblias, himnarios y música religiosa. La escritora vio cómo durante un servicio religioso el pastor exigía: "¡Quiero ver a cuatro personas con billetes de cinco mil!", y los fieles rebuscaban entre sus bolsillos para contentarlo. Una mujer analfabeta le mostró con orgullo una Biblia que estaba pagando en cuotas. ¿De qué le servía si ella no podía leer? La mujer le contestó que la Biblia le hablaba cuando ella le rezaba.

Lo que en 1991 Alma Guillermoprieto calificaba como "sectas", en 30 años han alcanzado el rango de iglesias poderosas. Los evangélicos pentecostales en Brasil alcanzan el 20% de la población (en 1980 eran el 6% y en 2000, el 15%), tienen una bancada propia en el Parlamento y consiguieron la elección de un presidente que invoca a Dios en asuntos políticos.

En Sao Paulo, el llamado Templo de Salomón de la Iglesia Universal del Reino de Dios es más alto que el Cristo Redentor de Río. Fue levantado con piedras importadas y sus butacas para 10 mil personas fueron hechas en España. Un reportaje publicado por el diario El Mundo de Madrid en 2016 describe un culto habitual en el Templo de Salomón: decenas de personas relatando la manera en que el Espíritu Santo los sanó de enfermedades incurables o los sacó de apuros judiciales. El mensaje constante es que no se necesita ni la medicina, ni la justicia, ni el conocimiento para resolver las cosas, solo basta con el Espíritu Santo. Al finalizar, el pastor distribuía sobres con un mensaje escrito para estimular las donaciones: "Honra al Señor con tus bienes y con las primicias de toda tu renta". ¿En manos de quién termina ese dinero? Poco se sabe, pues según la ley brasileña esos fondos son inmunes al control de Impuestos Internos. Es un hecho, eso sí, que los líderes pentecostales gozan de un estilo de vida muy distinto al de la mayoría de sus seguidores. El pastor Edir Macedo, por ejemplo, tiene una fortuna de más de mil millones de dólares, es dueño de una cadena de televisión y apoyó la candidatura del actual presidente de Brasil. Macedo originalmente era funcionario público y comenzó su carrera de predicador en la calle con un altavoz.

Hay algo que deja de ser coherente en democracia cuando la religión se transforma en una empresa y entra en la política.

Del mismo modo, hay algo que resulta inquietante cuando la sostenedora de un colegio que recibe fondos del Estado explica que un grupo de niños se desmayó y habló en lenguas porque el Espíritu Santo llegó a visitarlos. Eso ocurrió esta semana en el sur de Chile, una zona en donde las iglesias pentecostales se esparcen por pueblos y ciudades y marcan su presencia a través de ciertos apoyos políticos. ¿Cuánto cuestan las visitas del Espíritu Santo? ¿Cuánto acabarán costándonos a todos? En Brasil se está escribiendo una historia que tal vez nos adelante alguna respuesta.