Columna de Óscar Contardo: Sobre héroes y monstruos

Brazil's President Jair Bolsonaro looks on during a Soldier's Day ceremony, in Brasilia
Presidente de Brasil, Jair Bolsonaro. Foto: Reuters

Jair Bolsonaro, tal como Donald Trump, se escuda en su derecho a expresar su punto de vista como mandatario elegido para decir lo que dice. Tanto Bolsonaro como Trump dan a entender que son un producto de la democracia y que cualquier cosa que salga de su boca debe ser tolerada. Han logrado con eso confundir la idea de "opinión" con la de insultos, mentiras y agresiones crueles a los más débiles. Un lenguaje de todo vale en el que se han hecho expertos.



Nos gusta pensar que todo lo que hemos creado es sólido como muros de concreto, como acero que resiste; que el peso de eso que llamamos civilización nos protege de un mundo de barbarie del que nos creemos a salvo. Nos gustan las frases que nos alivian, frases como: "Eso no podría pasar aquí". "Eso jamás volverá a suceder". Una forma de magia que nos sostiene y distrae de los peligros que preferiríamos no ver. Necesitamos esa certeza para avanzar con confianza y dejar para los libros de historia los recuerdos ominosos. Los monstruos son cosa del pasado, son un prontuario añejo o una discusión anacrónica que no debemos volver a sostener, porque el futuro se construye hacia adelante. Esa premisa esconde un supuesto falso: que en el presente no hay monstruos, que la barbarie no es una amenaza actual y que de serlo, sabríamos reconocerla inmediatamente y sofocarla.

En 2016, Jair Bolsonaro, en ese entonces parlamentario, habló durante el proceso de destitución de la Presidenta Dilma Rousseff. Sonriente, dijo que su voto en contra de la mandataria era una manera de rendirle un homenaje al coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, es decir, al jefe de uno de los órganos de represión durante la dictadura brasileña, el torturador de Dilma Rousseff. Cuando lo escuché pensé: Bolsonaro jamás podría ser Presidente. ¿Quién podría votar por alguien que admira a un criminal condenado por la justicia? ¿Como podría ganar una elección alguien que celebra infligir dolor a una persona rendida y desarmada que mantiene cautiva?

Hace unas semanas, ya como mandatario, Jair Bolsonaro sostuvo que Brilhante Ustra fue un héroe nacional, es decir, para él un hombre condenado por secuestro, tortura y muerte es un ejemplo de patriota. Semanas más tarde, después de insultar groseramente a Brigitte Macron, el presidente brasileño respondió a un informe de la ONU apuntando a Michelle Bachelet, la alta comisionada de Derechos Humanos. Sugirió que el golpe de Estado de 1973 había sido necesario, sugiriendo que el general Alberto Bachelet -padre de la expresidenta, sometido a torturas que le provocaron la muerte- era parte de esa izquierda que debía ser eliminada. Las palabras de Bolsonaro sirvieron de biombo mediático para que las conclusiones del informe de la ONU, que constataba que la democracia brasileña ha sufrido retrocesos, quedara en segundo plano. Frente a cifras tan contundentes como el aumento del 12 al 17 por ciento de las personas asesinadas en manos de la policía en Río de Janeiro y Sao Paulo durante el último año, el Presidente Bolsonaro respondió: "Está defendiendo los derechos humanos de los vagabundos".

Jair Bolsonaro, tal como Donald Trump, se escuda en su derecho a expresar su punto de vista como mandatario elegido para decir lo que dice. Tanto Bolsonaro como Trump dan a entender que son un producto de la democracia y que cualquier cosa que salga de su boca debe ser tolerada. Han logrado con eso confundir la idea de "opinión" con la de insultos, mentiras y agresiones crueles a los más débiles. Un lenguaje de todo vale en el que se han hecho expertos. Estamos en nuestro derecho, reclaman ellos y sus fieles seguidores, mientras el límite entre convivencia y brutalidad día a día se va desmontando. Han secuestrado y envenenado la libertad de expresión y raptado para sí la idea del patriotismo y el heroísmo, como un conjunto de bravuconadas de quien jamás fue capaz de ponerse en los zapatos del resto.

Esta semana, mientras estaba en el servicio de urgencia de un hospital público acompañando a un amigo en una sala llena de ancianos y enfermos, en donde la resignación cobraba una consistencia cruel, llegó una mujer delgada, de mediana edad, con una muchacha que debió ser su hija y que requería atención. La muchacha gritaba, daba manotazos, no quería tenderse en la camilla. Seguramente sufría algún trastorno psiquiátrico. Tenía la cara desencajada y sus movimientos eran bruscos, atormentados. Sin embargo, la que debió ser su madre, nunca se alteró. Ni siquiera cuando, pasados los minutos, otro paciente en espera que se quejaba de dolor, le gritó con desesperación que por favor callara a la chica, que ya no soportaba más sus aullidos. Yo también estaba crispado con los chillidos, pero mantuve silencio. La mujer no respondió. Trató de acariciarle el rostro a la que pudo haber sido su hija, mirándola con cariño y buscando la forma de que se recostara con tranquilidad. No había otra opción. Todos debíamos esperar una atención a cuentagotas.

Mientras miraba la escena pensé en que hay monstruos a los que no queremos mirar, porque se parecen demasiado a nosotros, y héroes a los que nunca vamos a conocer, porque llegar hasta ellos supone visitar la barbarie de la que nos queremos mantener a salvo.

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