"Con la democracia se come, se educa y se cura", dijo Raúl Alfonsín luego de asumir la Presidencia de Argentina en 1983. Era el fin de la dictadura militar transandina. La frase, que alcanzó celebridad, tenía la épica del alivio y la esperanza; fue repetida, analizada y criticada como se hace con los discursos inaugurales que marcan un rumbo nuevo. Alfonsín, más que tentar una definición, lo que hizo fue reflejar lo que esperamos que suceda cuando la democracia está en funcionamiento; algo que en esos años y en esta parte del continente podía significar nada más que elecciones periódicas en un escenario de libertad política, sin represión ni juntas militares en el poder. Eso que hoy parece tan básico, en un tiempo fue muchísimo. Por lo mismo, la democracia representaba un universo infinito de posibilidades futuras, más que un desafío complejo que se construye de manera permanente. Alfonsín no alcanzó a terminar su mandato por la crisis económica que se desató en el país. En 1989 le entregó el poder a Carlos Menem, en cuyo discurso inaugural la épica de la democracia quedó sumergida bajo la del crecimiento económico. Esa impronta colmó los discursos oficiales no tan sólo de la década de los 90 en Argentina, sino también de los primeros años de la transición chilena. El mercado lucía cómodo y amigable con la democracia recuperada. El consumo era la vía expedita a la prosperidad y la estabilidad democrática. A ese carro se sumaron Brasil y Perú durante los primeros años del siglo XXI.
La política de verdad, la que importaba, el lugar en donde los hilos se tensaban, estaría en adelante en las secciones financieras de los diarios. Recuerdo el Cristo del Corcovado despegando como un cohete en la portada del The Economist en 2009, anunciando que la vía brasileña al desarrollo era inminente. La vista de todos parecía estar fija en un sitio, en un encuadre reducido del paisaje completo. Subterráneamente las termitas de la corrupción horadaban el andamiaje.
El llamado caso Odebrecht -una trama de sobornos de niveles internacionales- acabó con el entusiasmo brasileño, tumbó a la presidenta elegida, que fue reemplazada no exactamente por un ejemplo de probidad, sino por un tenebroso político indagado por coimas. El caso se extendió por el continente salpicando a políticos y autoridades de distintos gobiernos de nueve países. Esta semana la red de sobornos originados en la empresa brasileña Odebrecht sumó una nueva baja con la dimisión de Pedro Pablo Kuczynski, el Presidente de Perú. El presidente habría recibido dinero de Odebrecht para su campaña y era inminente que se votara su vacancia. La agonizante administración de Kuczynski terminó de extinguirse cuando los peruanos vieron las grabaciones en donde políticos oficialistas intentaban comprar votos de miembros del Congreso para asegurar la permanencia de Kuczynski en el poder. Todo esto coordinado por el hijo de Alberto Fujimori, el ex dictador a quien el presidente decidió indultar pese a la gravedad de los cargos que lo mantenían en prisión. Ahora el país sudamericano de mayor crecimiento económico durante los últimos años está acorralado entre la desconfianza, el hastío de la ciudadanía y el poder desatado del populismo liderado por la hija del indultado Fujimori.
Durante esta semana, los acontecimientos internacionales nos recordaron que la democracia también se compra. A veces a la antigua, con sobornos como los de Odebrecht, pero también con fórmulas más sofisticadas. Una de esas estrategias para comprar la democracia fue la revelada por un exempleado de Cambridge Analytica, una empresa de asesoría en manejo de grandes volúmenes de datos que colaboró con la campaña a la Presidencia de Donald Trump. Según el antiguo empleado, la compañía recolectaba información personal de millones de personas, algo que obtenía sin autorización de sus cuentas de Facebook bajo una artimaña. Esos datos eran usados en la planificación de los mensajes políticos por los encargados de la campaña de Trump, personajes como Steve Bannon, líder de la llamada derecha alternativa fascista y racista de Estados Unidos. Cambridge Analytica también trabajó en la campaña del Brexit en Inglaterra. En ambos casos logró el cometido que le fue encomendado. Por decirlo de alguna manera, el trabajo de esta oscura empresa consultora ayudó sigilosamente a esculpir el mundo que estamos viviendo, derribando y volteando liderazgos como en un juego de estrategia en línea.
La frase "defender la democracia" en nuestra historia reciente, aludía de manera automática a la idea de evitar golpes de Estado, mantener a los militares en sus cuarteles y sofocar la violencia política. También involucraba reforzar las instituciones que ordenaban nuestra convivencia. Sospecho que de manera cada vez más urgente, ese modo de pensar la defensa de la democracia debe ampliarse a temas que parecen incomodar a nuestra clase dirigente, como su relación con el dinero y la impunidad frente a la corrupción. Dar señales claras de que quienes roban reciben un castigo también es cuidar la democracia. No hay que ir demasiado lejos para constatar el daño que puede provocar el flujo indebido de influencias y dinero en la estabilidad de un gobierno. El caso de Cambridge Analytica revela, además, que existe otro flanco que custodiar: el de la debida protección de los datos personales de los ciudadanos, que en las manos incorrectas pueden ser una herramienta de distorsión del sistema democrático. La mayoría de los políticos chilenos parece desconocer por completo o sencillamente desdeñar el asunto, pese a que todo indica que el manejo de grandes cantidades de datos personales puede marcar la diferencia entre ganar o perder una elección, entre el orden y el descalabro. Las alarmas están encendidas, la esperanza ahora es que alguien las escuche.