En agosto pasado circuló una imagen confusa por internet: grupos de personas en lo que parecía ser un lugar de clima tropical caminaban apresuradas en sentido contrario a una muchedumbre que parecía acosarlos a distancia. Había hombres, mujeres, niños y niñas, algunos vestidos con la camiseta de la selección de fútbol venezolana, que agarraban bolsos y colchas y apuraban el paso hacia un lugar fuera de cuadro. La escena correspondía a una expulsión de inmigrantes venezolanos que había cruzado la frontera oriental de su país, buscando una mejor vida en una de las provincias más pobres de Brasil. La diáspora venezolana se había ido instalando desde hacía meses en el municipio brasileño de Paracaima, levantando campamentos de material ligero. Los habitantes de la ciudad reaccionaron hostilmente contra los recién llegados. Culparon a los inmigrantes de traer criminalidad, narcotráfico y prostitución y quemaron los asentamientos en donde malvivían más de mil personas. Luego, los acorralaron y obligaron a que las autoridades los expulsaran.

En las imágenes, grabadas con un teléfono celular, se podía escuchar que mientras los venezolanos escapaban, hombres y mujeres brasileños parecían entonar una arenga: cantaban el himno nacional de su país. Transformaban la humillación de los extranjeros en un triunfo patriótico. Luego del incidente, Jair Bolsonaro, el candidato ultraderechista que lidera las encuestas para la presidencia brasileña, justificó lo ocurrido y señaló que él respetaba los derechos humanos "de quien realmente está en una situación crítica". No estableció cuál era su criterio para definir lo que entendía como algo "crítico". De las palabras de Bolsonaro, además, se desprendía que los derechos humanos eran un asunto opinable.

Frente a la presión de los habitantes de Paracaima, un millar de migrantes debió regresar a Venezuela. Días después, un político oficialista venezolano calificaba a los migrantes de su país de "zombis" y el propio Presidente Nicolás Maduro les pedía a sus compatriotas que dejaran de lavar baños en el extranjero y que regresaran "a la patria". El jefe de Estado quería que volvieran al lugar en donde su propio gobierno había recomendado criar conejos domésticos para asegurar la alimentación diaria. Mientras Maduro desdeña los informes de las organizaciones internacionales que alertan sobre las condiciones de vida en Venezuela -falta de alimentos, de medicamentos, represión a opositores-, Jair Bolsonaro anuncia que de llegar a la presidencia de Brasil, abandonaría la ONU.

¿En qué momento la democracia se tiñó de autoritarismo? ¿Fue antes o después de que el Brexit ganara, pese a que sus promotores habían ofrecido argumentos falsos a los electores británicos? ¿Fue antes o después de que Donald Trump envenenara las redes sociales con mentiras y reverdeciera el racismo aletargado en su país, alimentando el orgullo nacionalista blanco? ¿Qué tienen en común Bolsonaro con Matteo Salvini, el ministro del Interior italiano que se refiere a los inmigrantes africanos como "esclavos" y persigue a la población gitana local? ¿Por qué los electores están mirando hacia ellos?

Cuando vi por primera vez el video de los inmigrantes venezolanos expulsados de Brasil en Facebook y leí el texto que explicaba la imagen, desconfié. Me parecía demasiado brutal para ser cierto. Solo lo di por hecho cuando la noticia fue refrendada por las agencias internacionales. Mi desconfianza inicial era el síntoma de cómo los límites se han ido desplazando, en cierta manera gracias a las nuevas tecnologías, las que se suponían nos darían mayores libertades a través del acceso a la información y el conocimiento de manera instantánea y sin intermediarios. Hemos comprobado que aquella promesa tenía un revés oscuro.

Durante meses, los partidarios de Jair Bolsonaro inundaron las redes sociales con discursos que aseguraban que el partido nazi alemán era de izquierda. La idea se multiplicó, se expandió. Lo que hasta hace muy poco solo habría sido considerado una burrada de algún ignorante, ahora era una "opinión válida" que exigía ser considerada. Lo único que sostenía la tesis del supuesto izquierdismo nazi era una palabra: Partido Nacional "Socialista" Obrero Alemán. Según esto, Hitler era socialista. Pese a los cientos de historiadores y expertos que explicaron en las redes una y otra vez la contraposición entre marxismo y fascismo, sosteniendo que el uso de la expresión "socialista" en ese contexto tenía el mismo valor que la utilización de la palabra "democrática" en el nombre oficial de Corea del Norte o de la antigua RDA, nada parecía surtir efecto. Los partidarios de Bolsonaro no enmendaron rumbo. Por mucho que la embajada alemana en Brasilia difundiera un comunicado calificando la tesis de "tontería", el asunto cundió más allá de las fronteras de Brasil. Todo indica que hay una comunidad ansiosa por remodelar la historia con las herramientas de la estupidez y la violencia.

Los límites que antes creíamos firmes han sido inesperadamente cuestionados por una estulticia majadera y agresiva que se refugia en la paranoia, niega los hechos que le resultan incómodos y ve el mundo como una permanente conspiración a la que hay que enfrentarse despreciando al más pobre, al extranjero y al diferente, porque en ellos está la fuente de todas las miserias presentes, pasadas y seguramente las futuras.

¿Cuándo comenzó a resurgir el autoritarismo? Tal vez cuando la opinión pública pudo constatar el modo en que la corrupción había socavado la democracia; el momento en el que se supo que quienes aparentemente defendían los derechos de los trabajadores, no paraban de recibir coimas. O puede ser que haya resurgido en el minuto en que las mentiras -ahora llamadas "noticias falsas"- se transformaron en un commodity de circulación global que usa la libertad de expresión como salvoconducto, bastardeando la realidad, la historia, los hechos y simulando gestas de valentía popular allí donde lo único que hay son propuestas políticas colmadas de cobardía y crueldad.