Columna de Óscar Contardo: La representación de la pobreza
"La condena a un ambiente hostil y violento, todas esas señales invisibles de fatalidad permanecían ocultas bajo una costra de miseria material tan extendida y dura, que cualquier pertenencia modesta -un televisor, una radio- marcaba una diferencia fundamental".
En una época, ser pobre en Chile consistía en el riesgo permanente de no tener zapatos. Estar condenado a caminar descalzo era el escalón más bajo, el fondo del pozo. Ser pobre era ir mendigando así por la calle, llamando a puertas ajenas. Tocaban el timbre y aparecían: hombres y mujeres, casi siempre acompañados de niños con las mejillas encendidas que preguntaban si sobraba pan añejo, que después remojaban para comer. En eso consistía su jornada. "No hay pan duro" podía ser incluso un chiste, una broma que lanzaban los humoristas en la televisión, una contraseña que todos podían identificar: ahí vienen de nuevo a molestar.
La pobreza era una herida abierta en un cuerpo desnutrido que se paseaba por las ciudades, los pueblos y los campos. Era una rancha de tablones levantada sobre el piso desnudo de tierra aplastada y una mujer desesperada por mantener seca la colcha en la que dormirían, amontonados, sus niños. La pobreza tenía un olor que cualquiera podía identificar: amargo, espeso, azumagado por el humo del carbón. Todos los humores que brotan cuando no hay ni agua potable ni alcantarillado; cuando la comida se recalienta en tarros viejos y la mugre amenaza con revestirlo todo. La pobreza eran los funerales de angelitos que se sucedían como un rito periódico -porque la mortalidad infantil era parte del paisaje- y los pelusas que deambulaban en piños por el centro de Santiago. Había señales claras de la pobreza sobre las que se levantaban otras más complejas: la violencia doméstica, la promiscuidad, el alcoholismo. Todos esos vicios que la compasión paternalista tiende a pasar por alto, frecuentemente por culpa. Hay pocas cosas más duras que enfrentarse al hecho de que ser pobre depende, casi siempre, de un evento tan azaroso como nacer en una familia pobre. El destino puede ser un verdugo prematuro.
La condena a un ambiente hostil y violento, todas esas señales invisibles de fatalidad permanecían ocultas bajo una costra de miseria material tan extendida y dura, que cualquier pertenencia modesta -un televisor, una radio- marcaba una diferencia fundamental.
Pero la pobreza cambió. Los niños dejaron de morir de infecciones, las ranchas fueron reemplazadas por guetos, solo mendigarían los enfermos o los mutilados, el pan añejo ya no sería el último recurso. La figura del pobre para la población más privilegiada cambió en el plazo de dos décadas, en cuanto la miseria quedó circunscrita a una periferia lejana y los antiguos códigos que revelaban la falta de recursos se evaporaron gracias al acceso al consumo. Los patipelados de antaño ya no existirían más, al menos no de la manera en que lo habían visto los chilenos nacidos antes de los años 80. La experiencia de la pobreza se hizo más compleja y, para muchos, completamente ajena. La realidad pura y áspera fue reemplazada por representaciones ambivalentes. Por un lado, la pobreza como un hábitat limítrofe con la criminalidad. A partir de los 90, el cine la representó con esmero, desde Johnny Cien Pesos y Caluga o menta hasta Taxi para tres. La televisión continuó explorando la veta y se volcó a la perspectiva derechamente policial con la exhibición de allanamientos y tiroteos en las poblaciones. La pobreza nueva tenía como banda sonora las sirenas de carabineros y los balazos de los narcos. Por otro lado, la beneficencia organizada exaltó la imagen de la construcción de una casa básica como símbolo y acuñó la expresión "situación de calle", que reemplazó la idea del antiguo vagabundo o "malentretenido" del siglo XIX. La pobreza debía mostrársele al privilegiado como un desafío de redención en jornadas de fin de semana o trabajos de verano. Aliviar las dificultades ajenas dependía de la buena voluntad. La caridad servía de broche entre dos mundos distantes que de otro modo no se habrían cruzado. Un político incluso extremó la propuesta contratando a un actor para disfrazarlo de mendigo y presentarlo en medio de una reunión con empresarios. La simulación salvaba la brecha, una costura impostada que ignoraba los difusos límites que había entre ambos extremos. ¿Qué pasaba en el medio? ¿Cómo vivía la población que llegaba a fin de mes al borde del acantilado? Apareció también una tercera manera de representación tecnocrática y despojada de los peligros de la sensibilería: los resultados de la encuesta Casen.
La economía brindaba instrumentos que convertían las condiciones de vida, abstracciones matemáticas que podían revelar avances, retrocesos y estancamientos. Una representación nítida que no necesitaba discursos. La pobreza ahora es una línea en un gráfico que baja o sube según la escala que más le convenga al gobierno de turno. No hay nada más objetivo que los números, excepto cuando se trata de personas muertas dentro de una institución como el Sename. En ese caso la cifra de decesos de personas (pobres) es un monto que puede amañarse como quien maquilla una contabilidad para hacerla más presentable frente a la opinión pública.
La burocracia levantó un nuevo escaparate que nos mantiene a salvo de asomarnos al precipicio, que bajo la forma de quintiles o deciles separa la prosperidad del abandono. Todo indica que en el futuro próximo a todas estas representaciones se le sumará otra: la del inmigrante sospechoso y amenazante como nuevo rostro de los márgenes. Distintas caras para cada época, las diferentes formas que cobra una misma fractura.
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