A veces espío, si es que ese verbo se puede aplicar a ver cuentas ajenas de Facebook. Son páginas abiertas de personas comunes y corrientes, a las que llego transitando por temas, buscando entender lo que están pensando personas más allá de mi cámara de eco. Hombres y mujeres, adultos y jóvenes con acceso a tecnología, con educación formal y un trabajo que los sitúa en el mundo. En muchas de esas cuentas la aproximación a la realidad social naturalmente está mediada por sus simpatías políticas y religiosas. En varias de ellas, también, esa adhesión está subrayada una y otra vez por enlaces a textos acompañados de grandes imágenes que explican y detallan situaciones completamente falsas, fabricadas, carentes de fuentes y alojadas en sitios aparentemente informativos sin ningún rigor profesional. Son páginas que tienen la forma de un medio tradicional, pero no lo son. En ocasiones, ni siquiera hay una firma, ni fuentes responsables, ni documentos que avalen los supuestos falsos que dan por hechos reales: relatan pactos secretos entre organizaciones e instituciones, anuncian políticas sanitarias depravadas, complots de alcance mundial que explican que el enemigo está aquí y que es el débil o el diferente o el que clama por derechos que le han sido negados. Muchas de esas cuentas combinan la publicación de textos de ese tipo con vidas de esfuerzo diario y rutinas de trabajo y estudio que los sitúa en un universo en donde es probable que convivan cotidianamente con aquello que parecen despreciar tan profundamente. Cada una de las dizque noticias o reportajes que esas personas cuelgan en sus muros, como si se tratara de verdades y que son compartidas por decenas, centenas o miles de personas, parecen ser la manera de representar un hastío. Un cabreo intenso que nunca encontró respuesta. Los comentarios de sus contactos son violentos. Nadie se cuestiona de la veracidad de la información. Nadie parece estar dispuesto a enfrentarse a la duda. Ni siquiera a buscar si lo mismo fue replicado por un medio tradicional. De hecho, los medios habituales parecen no formar parte de su acercamiento a la actualidad. No quieren verdad, sino represalia. Piden muerte, cárcel, desaparición. Para ellos hay un enemigo planeando tomarse el mundo, un monstruo que escapa a la ley y que debe ser aniquilado. Son tribus que se alimentan de una frustración recurrente que no encuentra otra salida que el desquite con el más débil, dibujado como la encarnación de un animal abyecto y ominoso.
Cuando leo esos comentarios me imagino a las personas que los escriben en una enorme sala de espera que no avanza, con el número de turno arrugado en el puño, sin alcanzar siquiera a ver el mesón de atenciones, con la paciencia reventada mientras escuchan por pantallas de entretención un mensaje que les repite alegremente que llegar hasta ese mesón depende de ellos, solo de ellos. Tal vez juzgan que más adelante hay gente a la que no le corresponde siquiera estar ahí, los ven como vallas que deben ser retiradas. Mientras piensan en eso revisan en sus Smartphones y leen a sobresaltos más razones para tener desconfianza, más argumentos para sentirse desplazados por instituciones degradadas en las que no confían; más combustible para ver en los que no piensan como ellos o no son como ellos no un disenso, sino un estorbo.
"Asqueroso" fue la palabra con la que algunos alumnos de un liceo de Independencia describieron al escritor Pedro Lemebel. Los estudiantes no querían leer La esquina es mi corazón y presionaron para eliminar el libro del plan del curso. Las autoridades del liceo decidieron usar un método democrático -que los alumnos votaran- para decidir si desterraban una obra literaria de su currículo. ¿El argumento de los objetores? Juzgaban inapropiado al autor. Seguramente muchos de quienes sí habrían querido leer a Lemebel iban a ser despreciados por el resto, porque bajo esa lógica, ¿quién sino un desviado podría anhelar la lectura de un escritor como ese? Los alumnos sobreponían una moral particular al arte, y sus fobias a la literatura y a su propia educación. Ganaron. La voz de la tribu se impuso, la tradición quedó restablecida. ¿Podríamos considerarlo un triunfo de la democracia? ¿No fue acaso la mayoría la que decidió? ¿Qué pasaría entonces con Oscar Wilde, Elizabeth Bishop, Marcel Proust, Manuel Puig o Gabriela Mistral? ¿También podrían someterse a votación si un grupo considera que sus biografías no se ajustan a sus propios ideales? Qué tal si alguien considera que la conducta moral de Neruda es motivo suficiente para no leer Residencia en la tierra, o las simpatías políticas de Borges podrían ser justificación para evitar sus cuentos. ¿Habría que acudir al aula democrática con Ezra Pound?
La nota sobre lo ocurrido en el liceo de Independencia con la obra de Pedro Lemebel es mucho más que una anécdota. Es un síntoma de la manera en que el descontento se ha transformado en un acicate para aquellos que decidieron hacer de sus salas de espera una trinchera de ataque a un enemigo inventado. El modo en que la democracia puede amañarse hasta transformarla en un aspersor de fumigación de todo aquello que es visto como un impedimento para llegar hasta el anhelado mesón de atención, el lugar en el que las frustraciones encontrarán final, el sitio en donde la rabia acumulada podrá expresarse sin límites, porque los guardias estarán del lado de la tribu, apuntando a la cabeza de quienes son considerados errores de un sistema que necesita orden y limpieza.