La política tiene el don de domar el lenguaje hasta hacerlo flexible a sus propósitos. El ejemplo más reciente ha sido considerar el pinochetismo como una especie de sano síntoma de "diversidad" dentro de un sector que se supone reivindica la democracia como sistema de gobierno y forma de convivencia. Han utilizado una palabra luminosa –diversidad- para envolver una bomba de tiempo.
La adhesión a la figura del general Pinochet y su obra sería entonces un matiz, una sensibilidad (o insensibilidad) que enriquece el debate de algún modo misterioso que merecería una explicación más detallada, porque visto a la distancia, más que abrir caminos, los cierra, los desvía o clausura a conveniencia, usando la mentira como arma y disfrazándola bajo una máscara llamada "sentido común", que es la nueva etiqueta que permite enarbolar la ignorancia como emblema, agitarla para anunciar la venida de un imperio que se alimentará de la vulgaridad y la estridencia, es decir, aquello que según el pinochetismo hace progresar a la nación.
Quienes se reconocen pinochetistas aseguran que nunca antes estuvimos mejor que durante la dictadura, falsificando la historia y ofreciéndola como nostalgia. Porque los hechos indican que fueron diecisiete años de desempleo rampante, con una crisis que hundió la economía, con dos tercios de la población acechada por la pobreza, con las ollas comunes como forma de sobrevivencia diaria. Durante casi dos décadas el régimen dividió al país entre quienes lo apoyaban y el resto, es decir, los enemigos que no merecía otra cosa que el exterminio o el destierro.
El pinochetismo no es un matiz en un arcoíris democrático, es la penumbra. El territorio yermo, sembrado de explosivos; es el destello de una traición que se avecina –pienso en la foto de Allende custodiado por Pinochet durante un desfile- y se refugia en una causa para ir desmembrando la convivencia política, disparándole a quemarropa, torturándola en cuarteles y regimientos, retorciéndola con electricidad en un camastro, violándola en barracas, rompiéndole los huesos, haciéndola estallar con bombas en Washington y Buenos Aires, quemándole la piel, abriéndole el vientre, cercenándole el cuello, escondiéndola en las chimeneas de Lonquén, sepultándola en el Patio 29, tirándola al río, arrojándola al mar.
El pinochetismo también es una lista burocrática de esos colaboradores que aceitaban la maquinaria pesada desde las centrales de inteligencia y censura, informando, tachando nombres y prestándole servicios a los futuros verdugos. Personas que resguardadas por un poder rabioso, encontraron en el pinochetismo la vocación secreta de alcahuetes de la muerte. Tejían una trama que como los hilos de una telaraña, iba asfixiando a sus víctimas.
El pinochetismo no es un ciudadano ansioso por depositar su voto en una urna con la esperanza de que sus ideas triunfen, sino un agente encubierto atento a secuestrar los votos ajenos. Es también un chofer que fingía amistad con un expresidente y su familia, que los acompañaba y vigilaba, informándole a la central de inteligencia del régimen sus reuniones y movimientos. Es el fisgoneo delator convertido en el oficio de cientos de informantes al servicio de los centros de detención y tortura.
La forma de vida instalada por el general Pinochet no tiene un lugar en la democracia porque sencillamente la desprecia, o más bien, es la negación de ella. Admirarlo en tanto su obra, o su supuesto legado político, es admirar su capacidad para amordazar el disenso y la justicia y contaminar instituciones de la República con su propia ansia de poder mal disimulada.
El pinochetismo es un hábitat experimental que solo es posible desarrollar bajo condiciones extremas, un terrario en donde no existe Congreso y en donde los tribunales de justicia son adictos al régimen imperante. Solo así es posible que brote y se extienda, como una hiedra que va tomando la forma del edificio que trepa, cubriendo sus muros, tapias y ventanas, de la misma forma en que un asesino sutil asfixiaría a su víctima amordazándola con un pañuelo envenenado. Los pormenores de esa cultura de la violencia no se encuentran en los manuales de historia de los partidos democráticos; sus modos y procedimientos solo se entienden leyendo informes de crímenes masivos – los informes Rettig y Valech- o poniendo atención a fallos judiciales, como los que condenaron a los internos de Punta Peuco o el que ordena y detalla la espesa trama del magnicidio de Eduardo Frei Montalva.
El asesinato del expresidente es la constatación de que el general Pinochet construyó durante su régimen una idea propia y particular de sentido común, cimentada en la traición y levantada sobre la industria del crimen. También es la expresión más obscena de que para el pinochetismo la democracia no es más que un estorbo del que hay que deshacerse con prontitud y eficiencia. Matar la democracia para luego presentarse condolido a dar el pésame durante su funeral. R