Columna de Óscar Contardo: Los líderes que admiramos
La ansiedad por los liderazgos en países como los nuestros -con desigualdades sociales agudas y concentración del poder económico y político- tiene una consecuencia perversa: depositar demasiadas esperanzas en lo que es capaz de hacer un individuo, un político que en un momento determinado se encumbra gracias a su carrera, su carisma, su oratoria, su figuración mediática o el dinero del que dispone para una campaña efectiva.
La búsqueda de la palabra "liderazgo" en Google arroja más de 100 millones de resultados. Otros cinco mil millones se logran escribiendo "leadership". La mayoría de las entradas son definiciones y libros sobre el tema. Manuales de mayor o menor densidad académica que buscan aclarar una de las obsesiones de las últimas décadas: un ideal de persona capaz de encabezar un grupo con un determinado objetivo. Creo haber leído cientos de veces esa palabra o haberla escuchado en otras tantas ocasiones en boca de profesionales de diferentes ámbitos -ingenieros comerciales, economistas, psicólogos, periodistas y publicistas-, siempre pronunciada de un modo reverencial, como si invocarla significara masticar un secreto que una vez descifrado y asimilado serviría para impulsar prodigios tales como elevarse sobre el resto hasta dejar de verlos.
Desde la década del 90 en adelante, el "liderazgo" como concepto fue adquiriendo la consistencia de un commodity, una suerte de bien de consumo simbólico al que todos querían acceder a través del conocimiento del los gurús del momento. Del mismo modo, identificar líderes se transformó en una especie de campeonato al que se clasificaba en virtud de una cierta figuración que valía la pena dar a conocer públicamente en forma de lista de popularidad. Contemplados en detalles, muchos de esos liderazgos mediáticamente dispuestos resultan ser la mejor manera de entender cómo una comunidad funciona, dicen tanto de las personas seleccionadas como del sistema de evaluación; revelan sin proponérselo el lugar que le corresponde a cada quien, las zonas en que la beneficencia reemplaza a la política, el modo en que operan las redes de vínculos y las áreas en donde, a falta de instituciones fuertes, lo mejor es la caridad. Diferentes montañas y escaladas en un campeonato en donde lo privado y lo público tienden a mezclarse y confundirse. El énfasis en el liderazgo pone el foco en un individuo en tránsito y deja en la sombra el modo en que se ordenan las cosas a su alrededor, un simple atrezzo para la travesía rumbo a una cumbre coronada por el éxito, lo que casi siempre quiere decir dinero.
Horas antes de pegarse un tiro en la cabeza para evitar ser arrestado, Alan García, el expresidente de Perú , escribió en su cuenta Twitter: "Yo creo en la historia". García era investigado por corrupción, tal como ha ocurrido con todos los últimos presidentes de su país. El mensaje de García parecía sugerir que a la justicia no le correspondía indagarlo. La misma decisión de quitarse la vida –trágica y triste para sus familiares y amigos- confirmaba esa sugerencia como un mensaje envenenado; él estaba por sobre la institucionalidad, a la que juzgaba una mera escenografía de lo realmente importante: su propio lugar en la historia. Más que un ciudadano destacado que respetaba el orden democrático y acataba las decisiones de un organismo autónomo, el expresidente dejaba en claro con su última decisión que él era una figura que debía se tratada de un modo especial. Alguna vez millones de peruanos vieron en él a un líder que los guiaría hasta un lugar mejor. Lo mismo ocurrió en el Brasil de Lula.
La ansiedad por los liderazgos en países como los nuestros -con desigualdades sociales agudas y concentración del poder económico y político- tiene una consecuencia perversa: depositar demasiadas esperanzas en lo que es capaz de hacer un individuo, un político que en un momento determinado se encumbra gracias a su carrera, su carisma, su oratoria, su figuración mediática o el dinero del que dispone para una campaña efectiva. ¿A quién le interesan asuntos tediosos como las leyes de financiamiento de la política o los castigos impuestos por la ley a la falta de probidad cuando un líder deslumbra? ¿Qué valor tiene la ética cuando se promete hacer de la rayuela un deporte nacional? Pocos piensan en la fortaleza de los cimientos y la malla de protección si sobreviene lo inesperado y el héroe resulta ser poco más que un ser humano.
Solo cuando ese individuo se equivoca o corrompe aparece el atrezzo, es decir, la institucionalidad, como un chivo que debe pagar por nuestra frustración. Lo que queda entonces es desquitarse con ella, repudiarla, o darle la espalda como si no fuera parte de nuestra propia forma de convivencia, sino un cáncer que debe ser extirpado porque impide nuestra marcha rumbo a la cima. Que se vayan todos, la justicia no sirve de nada, el Congreso es un mero adorno, todos son una manga de ladrones. Si esas plegarias son escuchadas, si los tribunales y el Parlamento se incendian, si todos se van, entonces la cultura del liderazgo nos brindará una salida que ya conocemos, esa en donde solo muy pocos tienen salvoconducto para elevarse mientras el resto permanece a ras de suelo mordiendo el polvo mientras escucha hablar sobre las mil maneras de alcanzar el éxito si acatas las fórmulas impuestas desde una cumbre lejana.
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