Cada tanto alguien pide un sacrificio personal en virtud de una causa mayor, se apela por un gesto particular que ayudará a mantener el orden general. Se le pide, por ejemplo, a la niña violada que sepa ser madre; a los trabajadores, que se ajusten el cinturón; a los migrantes, que se resignen a su suerte; a los habitantes de una zona contaminada hasta la asfixia, a respirar con cautela. Se les exige a las minorías violentadas tener paciencia con sus agresores y tolerancia con quienes los insultan. No ocurre solo en Chile. En Argentina, por ejemplo, hay un gobierno que le pide a su pueblo seguir apretando los dientes frente a una crisis que les come el sueldo por la inflación y los deja sin empleo por los recortes. Aquí aún no hay crisis, pero sí hay grupos y gremios que viven y crecen en zona de sacrificio constante, tanto así que culturalmente se llegó a dar por descontado que su rol en la comunidad era el de encarnar una criatura amarrada a un destino de zozobra económica y angustias laborales. La figura del profesor y la profesora de escuela ocupa ese sitio en nuestra particular manera de convivencia.

El intelectual Luis Oyarzún describía en sus cartas a Gabriela Mistral y en su propio Diario Íntimo las paupérrimas condiciones de los internados donde se educaban las futuras profesoras normalistas en el sur de Chile a fines de la década del 40. Oyarzún contaba que dormían en galpones inhóspitos que apenas las protegían de la lluvia. Él mismo, en su rol de académico universitario, pese a su fama de hombre brillante, vivió hasta su muerte, en 1972, con la preocupación constante sobre su bienestar material y sobreponiéndose con más ingenio que fondos a los desafíos de hacer docencia en un sistema que parecía en crisis permanente. Dos años después de la muerte de Oyarzún, el mundo en el que él había vivido y educado a varias generaciones de profesores -en las escuelas normales y en el Pedagógico de la Universidad de Chile- comenzaba a desaparecer. Las reformas impulsadas por la dictadura a partir de 1974 acabaron con las escuelas normales, intervinieron el Pedagógico, recortaron los ingresos de los profesores y cambiaron dramáticamente sus condiciones de vida. El sacrificio, en lugar de encontrar un alivio, se intensificó hasta hacerse crónico con el retorno a la democracia, cuando la llamada "deuda histórica" se transformó en un estandarte maltrecho que de tanto levantarse se fue destiñendo y deshilachando. Esta semana, Arturo Fontaine, profesor universitario, además de escritor, lo recordaba claramente en una entrevista en CNN: "El salario de los profesores en términos de poder adquisitivo real está muy cerca de lo que era en el año 1970. Eso significa que este es un sector que ha estado al margen de la modernización y el avance que ha tenido Chile". A los ingresos habría que sumar la carga laboral, la falta de tiempo, la jubilación de hambre.

Los datos y los hechos son claros, sin embargo, algo impide que esto nos resulte escandaloso.

Intuyo que debe existir algún vínculo entre las condiciones de vida de los profesores y los paupérrimos avances en educación en nuestro país, con los magros resultados en habilidades lectoras y matemáticas de los chilenos o con el estancamiento en los índices de desarrollo. Sospecho, también, que debe haber una conexión entre la pauperización romántica de la profesión docente -el profesor es más virtuoso mientras peor malvive, mientras más dificultades enfrenta- con el escaso interés en la investigación y la desconfianza que nos provoca como sociedad cualquier señal de creatividad.

Hay grupos a los que se les pide vivir en el sacrificio y otros que ejercen de "sacrificados por la patria" cuando no hay evidencia clara sobre el padecimiento al que dicen someterse, ni quién los obliga a hacer tal cosa. Grupos y gremios que a diferencia del resto de los chilenos gozan de cobertura de salud y pensiones al nivel de estados de bienestar escandinavos; profesiones de uniforme y armas que manejan millonadas de dinero público sin control alguno, dinero que en ocasiones incluso se dan el lujo de apostar en casinos de juego o invertirlo para su goce personal en autos de lujo, servicio doméstico extra, viajes y joyas. Gremios a los que la justicia apenas roza cuando transgreden la ley y que cuando el poder civil se atreve a reconvenirlos, responden con pachotadas y golpes de mesa propios de alguien sumamente ofendido. Nuestra cultura a ellos no les exige pruebas de su abnegación, tampoco los somete al escrutinio feroz que suele aplicárseles a otros ciudadanos cuando se equivocan, tropiezan o sencillamente estallan de modo inadecuado. Viven a salvo del escrutinio, ajenos a cualquier exigencia, con torrentes de ingresos asegurados a contramano de cualquier racionalidad económica. Tal vez eso también sea un síntoma de subdesarrollo, otro más que de tan evidente y espinoso optamos por ignorar. Así nos da tiempo para concentrarnos en exigirle abnegación al más débil y martirio al más golpeado.R