Poco después de que el primer gobierno de Sebastián Piñera asumiera en 2010, distintos medios publicaron notas sobre jóvenes profesionales que asumían cargos en el nuevo gobierno. Eran caras nuevas que reemplazaban el paisaje humano que había dominado por dos décadas las oficinas de los directivos de los servicios públicos. La gran mayoría de ellos con posgrados fuera de Chile en ámbitos relacionados con la gestión económica. El énfasis en su formación académica no era lo único que detallaban esos artículos. En cada una de esas notas se hacía hincapié en algo de manera insistente: eran personas que de haber elegido trabajar en el sector privado, tendrían remuneraciones que doblarían o triplicarían a las que estaban recibiendo como funcionarios públicos. A través de sus respuestas nos señalaban a los lectores, a los ciudadanos comunes y corrientes y a la opinión pública, que estaban haciendo un sacrificio y que lo hacían por nosotros. Había en ese gesto una especie de advertencia espinosa: ojo, pórtense bien, que si nos aburrimos nos vamos a donde ganaremos mucho más dinero y ustedes quedarán a la deriva.
Aquella advertencia revela una manera curiosa de ver el mundo y de enfrentar un compromiso político: como un favor que se hace hacia "otros" que no son lo mismo que "nosotros". Esta escisión persistente entre dos discursos paralelos -un mundo de los "otros" y un universo de "nosotros"-, habitual entre los dirigentes de derecha, no es algo que esté escrito, ni registrado en un documento que lo haga explícito; es una impronta, una especie de paternalismo benefactor aplicado a lo público; algo tan profundo como la tradición de la misa dominical o la playa de veraneo. No se trata de rechazar o ignorar una realidad, sino más bien de habitar una versión propia, superior, que en ocasiones se trata de imponer a la mayoría y en otras se recoge sobre sí misma, como lo hacen ciertos moluscos cuando sienten un cuerpo extraño. Tampoco debe confundirse esto con una falta de conocimiento sobre las necesidades y reclamos de "los otros". Nada que ver. No se trata de ignorar "la realidad", sino más bien de desdoblarla, tomar distancia de ciertos espacios, ideas, costumbres, hasta perder conciencia sobre la manera en que sus propias acciones están siendo vistas desde la galería. Algo así como ensanchar un punto ciego hasta el exceso de no percibir lo que "los otros" están mirando.
Este fenómeno tiene muchos síntomas, uno de ellos, por ejemplo, es conservar la llave de cambios anhelados por amplias mayorías, cambios que operan en el resto del mundo civilizado sin problemas, pero que no se ajustan a sus "convicciones". La ley de divorcio fue un ejemplo. Connotados dirigentes de derecha se opusieron a legislar sobre algo tan evidente como que había parejas que ya no podían seguir juntas y necesitaban que la ley contemplara su situación. ¿Esos dirigentes desconocían esa realidad? Naturalmente no. Pero se pensaban a sí mismos a salvo de ella. Si para ellos el matrimonio era para toda la vida, así debía ser para el resto, aunque a la vuelta de los años sus propios matrimonios fracasaran.
Otro ejemplo aun más curioso de este distanciamiento es la relación que mantienen con los discursos que ellos mismos levantan. El nepotismo fue una bandera ampliamente agitada durante la última campaña presidencial de Sebastián Piñera. Habló con firmeza en contra de una práctica existente entre políticos de la Nueva Mayoría de regar los servicios públicos con parientes. ¿Estaba hablando de algo falso? No. Apuntaba a una realidad. Lo hizo tan enfáticamente que incluso acusó con nombre y apellido a una candidata porque dos de sus hermanos trabajaban para el Estado. Seguramente muchos de sus electores tomaron en cuenta ese discurso cuando votaron por él. Sin embargo, a poco de asumir, cuando le recuerdan ese discurso y lo contrastan con la designación de familiares suyos y de su entorno en puestos de relevancia en el gobierno, eso resulta ser ofensivo y odioso.
Este gesto de distanciamiento lo volvió a ejecutar Felipe Larraín, el ministro de Hacienda esta semana. Luego de anunciar la puesta en marcha de políticas de austeridad -algo sorpresivo, porque la promesa era otra-, Larraín debió responder por un viaje a Estados Unidos para un encuentro de exalumnos destacados de Harvard. La invitación había sido extendida el año pasado, cuando aún no era ministro, pero el viaje fue costeado con fondos públicos.
El ministro pudo responder frente a la revelación que fue una torpeza, una desprolijidad administrativa en medio de la instalación haber pagado con dinero del Estado el viaje, sobre todo después de hablar de ajustes. Pero no.
La versión que eligió dar fue que si bien la invitación era privada, su visita a Harvard le daba un "prestigio al país" que la opinión pública debía valorar. Es decir, advertía que las críticas no solo eran una "pequeñez", sino también un gesto propio de malagradecidos. Nuevamente se asomaba la diferencia entre un "nosotros" situado en un pedestal, soportando los malos modales del resto que no sabe entender que los discursos tienen dos versiones: una para tiempos de campaña y otra para tiempos de gobierno. Un mismo vuelo en donde algunos siempre viajarán en business por el bien de todos los que se apretujan en la micro esperando tiempos mejores.