La noticia era extraña y familiar, al mismo tiempo. En un colegio de San Javier llamaron a Carabineros para calmar a un estudiante. El alumno tiene siete años y algún tipo de problema conductual descrito por la prensa como "crisis de ira". La profesora a cargo decidió enfrentar una de esas crisis pidiéndole ayuda a la policía. La dirección del colegio avisó a los padres de lo sucedido. Cuando el episodio se repitió -otra "crisis de ira"-, los padres acudieron al lugar y grabaron con un teléfono el momento en que un par de uniformados llegaba al establecimiento. El padre del niño enfrentó al teniente a cargo de la "visita" -no sé si el asunto calificará para ser llamado "operativo"-; quería saber qué hacía la policía con su hijo. El teniente habló con el padre del niño y le explicó que ellos llegaban solo para verificar la salud del alumno. La madre, por su parte, contó que el niño estaba en tratamiento con un psicólogo, aunque no queda claro en la nota si es por sus problemas de conducta o por el terror a los carabineros. De cualquier modo, todo indica que la directora juzgó que la mejor manera de calmar al alumno en ciertos episodios que se le escapaban de las manos era llamando a la policía, es decir, la solución era meterle miedo.
Los padres actuaron siguiendo un patrón similar: el único medio que juzgaron efectivo para resolver una situación que con razón consideraban un atropello que vulneraba a su hijo, era grabar con su teléfono el momento en el que Carabineros acudía al colegio, subir el video a las redes sociales y esperar que la historia fuera conocida. La cámara del teléfono grabando a los carabineros era la manera que los padres del niño encontraron para meter miedo convocando a la prensa. La historia de San Javier resume un cúmulo de fracasos institucionales de distinto tipo. Decisiones torpes y desesperadas que llenan los vacíos y fracturan la convivencia. Algo similar al incidente del Uber -una aplicación que es, a la vez, un medio de transporte que funciona en un limbo legal- baleado por un carabinero en el aeropuerto.
"Sale, me estás deteniendo ilegalmente", repetía el conductor de Uber en el video que circuló esta semana en las redes sociales. La secuencia que se registraba era descabellada. El conductor en lugar de acatar la orden del control de tránsito, se enfrentó al carabinero y trató de esquivarlo. Le gritaba que no podía hacer lo que estaba haciendo -es decir, que no podía hacer su trabajo, el que calificaba de "ilegal"- mientras lo grababa con su teléfono; para el chofer ese registro era una especie de amenaza. El carabinero juzgó que lo mejor era interponerse en el camino; el hombre al volante hacía rugir el motor y repetía: "Sale, me estás deteniendo ilegalmente". El carabinero se asustó, desenfundó el arma y disparó. Una escalada de descriterios que se inició con una decisión estúpida -el chofer que intenta esquivar el control de tránsito- y acabó con otra desproporcionada que pudo ser fatal. Ambos incidentes, el de San Javier y el del aeropuerto tienen en común el desatino como constante, los vacíos institucionales y la idea de fondo de que para enfrentar los conflictos, mantener el orden, resolver una crisis, evitar un abuso o un atropello es necesario lucir amenazante, meter miedo. Sin una herramienta que demuestre que existe la capacidad de infligir un daño -una cámara que registre la escena, un carabinero con un revólver- las cosas no funcionan, los derechos no se respetan, las normas no se acatan. En esta lógica no se trata de respetar las disposiciones legales sencillamente porque son necesarias para un mínimo bienestar común, sino de quién tiene más capacidad de vigilar y castigar.
Luego del incidente del Uber en el aeropuerto, el Presidente Sebastián Piñera dijo que era hora de que aprendiéramos a "respetar a nuestras autoridades, a nuestros carabineros". Una frase que suena desconcertante, pues toma como ejemplo una situación que no es más que una suma de torpezas para hacer un reproche generalizado a "los chilenos". Con una declaración el Presidente nos hizo responsables a todos de la conducta idiota de un chofer y apoyó tácitamente los balazos como manera de resolver un problema de tránsito. De paso, victimizó a las autoridades de una institución que durante el último tiempo no se ha caracterizado exactamente por dar un buen ejemplo de responsabilidad frente a la opinión pública. Quienes han desfalcado dinero público, plantando pruebas falsas, maltratando niños mapuches en La Araucanía y esquivando responsabilidades en cada una de esas decisiones, deberían empezar a preguntarse cuándo y cómo es que el respeto se pierde y cuál es la forma en que se recupera. Cualquier otra cosa será una señal de que nos encaminamos hacia una convivencia en donde la impunidad sea una norma y el orden público se establezca sobre la capacidad que cada quien tenga para zafar de la ley o meter miedo. Disfrutar de la tranquilidad que brinda el imperio del susto y la sospecha.