Durante la década de los 90, los índices económicos se transformaron en una nueva fuente de metáforas de orgullo nacional. Alegorías de prosperidad construidas sobre rankings económicos -crecimiento, competitividad- que empujaron a que los más entusiastas reflexionaran sobre la inconveniencia de comparar a Chile con los países de la región geográfica a la que pertenecía. Había que aspirar a más. El barrio es malo. Debemos jugar en las grandes ligas. Todas estas imágenes nos sugerían que vivíamos en una gran cancha, en un campeonato perpetuo que no dejaba espacio para hablar de nada más que de ganar o perder. Ese espíritu inundó discursos políticos y empapó los debates en torno al futuro. Durante la transición, la idea misma de lo que éramos como país parecía levantarse nada más que sobre el funcionamiento de la economía.

En 2010, el espíritu de la época fue coronado con el ingreso del país a la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (Ocde). Era el primer país sudamericano que se unía a lo que era descrito por la prensa como un club exclusivo de países comprometidos con la democracia y la economía de mercado. Un foro creado por países ricos nos aceptaba y debíamos sentirnos halagados y satisfechos. Así fue como muchos dirigentes políticos lo estuvieron hasta que esa misma lógica de índices y rankings comenzó a aplicarse a aspectos más amplios que el crecimiento y la competitividad.

Mudarnos simbólicamente de barrio tuvo un costo: nuestra educación y gran parte de nuestros índices sociales eran menos que mediocres, o derechamente pésimos comparados con el resto de los países que formaban la Ocde. Cada tanto, un informe nos reflejaba como el peor en algo más complejo y abstracto que una suma de dinero. Con los años, la pertenencia a la Ocde fue dibujando una panorama difícil de contemplar sin recurrir al humor negro para soportar la realidad. La frase "país Ocde" se transformó en muletilla de sarcasmo prefabricado cada vez que una noticia revelaba una de nuestras múltiples calamidades institucionales. No se trataba de índices y cifras emanadas de la ONU ni de la Cepal, organizaciones que a la centroderecha le generan suspicacias y considera poco más que un refugio de burócratas de izquierda, sino de rankings elaborados por un foro cuyo motor es la economía de mercado. Un ejemplo es el estudio que la Ocde ha divulgado hace pocas semanas en donde se asegura que en Chile toma seis generaciones salir de la pobreza. El equivalente a 180 años. El encabezado del informe asegura que la movilidad social "se estancó", eso significa que menos gente en la parte inferior de la pirámide social ha podido ascender. "Esto tiene graves consecuencias sociales, económicas y políticas", advierte. El mismo foro ha ubicado a nuestro país al fondo de una tabla que ordena la confianza de sus ciudadanos en la justicia. Chile supera solamente a Ucrania, una nación que ha enfrentado durante los últimos años una crisis política que incluyó revueltas de milicias nacionalistas, enfrentamientos armados y una guerra contra Rusia. Es decir, solo los ciudadanos de un país convulsionado por la violencia política y que hace unos años fue invadida por una potencia mundial tiene peor opinión que los chilenos de su sistema judicial. ¿Cómo se explica esto? ¿Cómo se explica que en otro estudio de la Ocde la sensación de seguridad en Chile solo supere a México, cuyos índices de criminalidad son exponencialmente superiores a los locales? Solo un país azotado por el narcotráfico y las desapariciones masivas tiene una población más atemorizada que la nuestra por la inseguridad.

Esta semana, la cifra del Imacec fue anunciada con entusiasmo por el gobierno. La economía chilena volvía a crecer y, según los expertos, es posible que supere el promedio de crecimiento mundial durante los próximos meses. La épica de las cifras económicas, sin embargo, ya no tienen la misma fuerza de otras décadas. Cada nuevo informe de la Ocde refuerza la idea de que en un mismo país coexisten distintas realidades separadas, no por matices, sino por fosos abisales, versiones ocultas bajo la fantasía de los promedios. No solamente en educación o salud, algo a lo que ya nos habíamos resignado, sino también en justicia, un ámbito en donde el campeonato para llevarse el trofeo de la desigualdad ha resultado de una crudeza impúdica, sobre todo el último tiempo, con el devenir de los casos SQM y Penta.

En los 90 confiábamos en un país que ascendía arrastrado por el crecimiento, que eso traería desarrollo y que la democracia se asentaba en la medida en que la riqueza aumentaba. Hasta los primeros años de los 2000 pensábamos también que la corrupción era un mal ajeno y el cohecho, un ejercicio irrelevante. Los acontecimientos se encargaron de despertarnos del ensueño: no solo la cancha era dispareja, además la pelota tenía dueño y los árbitros, intereses propios; ambiciones que a la hora de la verdad ni siquiera se tomaban la molestia de disimular.R