Columna de Óscar Contardo: El poder en la edad del desprestigio
Vivimos en la edad de la fatiga de los antiguos materiales institucionales; es también la era del desprestigio de quienes encarnaban la autoridad de esas instituciones. Un esqueleto apenas es lo único que nos queda.
Me interesa el poder. Me gusta contemplarlo, como se hace con una obra de teatro; mirar en silencio, refugiado en la distancia que hay entre la butaca y el escenario, elegir una parte de la trama, un personaje, un recorte definido del total de la obra y buscar en ese trocito un significado mayor. Un ejercicio para el que es necesario volverse invisible, pasar inadvertido, asirse de la propia insignificancia y ser testigo del fulgor que aparece en frente; estar atento a sus destellos, al modo en que ilumina, quema o fulmina. El poder me interesa en sus esquinas y recovecos más esquivos, en la ruta oblicua que lleva hasta el centro del fruto, un corazón que a veces bombea sangre y en ocasiones es solo un cuesco duro y amargo destinado a su propio entierro. Más que las cifras de dinero o las listas de magnates, me fascina contemplar las entelequias que se levantan a su alrededor, el modo en que los poderosos se las arreglan para ordenar el mundo en el que habitan, disponerlo, gobernarlo, darle forma o hacerlo estallar.
El poder habita en los detalles, en la lengua que se habla, en los gestos con que anima su imperio y los límites que establece a su conveniencia.
La película Todos los hombres del Presidente transformó la frase "sigue el dinero" en un mantra que todo periodista invoca cada tanto. Yo prefiero seguir rutas menos cuantificables, por ejemplo la de las fronteras que se levantan en torno al poder. El modo en que el poder dibuja sus aduanas y establece límites a través de las estrategias más diversas. Me divierte indagar en las líneas que separan lo apropiado de lo que es mejor evitar; buscar las empalizadas que se trazan con las palabras; los gestos de disciplina sobre el deseo ajeno que impone la moral de los poderosos, y las reflexiones sobre la propia valía que suelen hacer, de tanto en tanto, aquellos conocidos por el lugar de privilegio que ocupan en el mundo.
Existe también algo que disfruto de un modo culposo: el fenómeno de las caídas en desgracia. Me atraen las historias del descenso brusco. El desplome de quien alguna vez habitó en las cercanía de la cúspide de la pirámide, que ocupó un puesto determinado o un lugar de relevancia en un organigrama que escapaba de su control. Aquellas personas que llegan a la cima en razón de sus servicios, talentos o astucia, pero cuya permanencia en las alturas estaba hipotecada. Sigo esas historias secretamente, con cierta perversión que no me enorgullece. Me atraen porque expresan la condición resbaladiza de un tipo de poder que no alcanza a cimentarse del todo, una prenda ajena que alguien estuvo autorizado para vestir en virtud de un rango o servicio. Un trono que hace gozar a quien lo detenta de una estatura engañosa que lo eleva momentáneamente, solo para hacer más dolorosa su caída. En esos episodios es posible distinguir los mecanismos con que el poder real tiende a protegerse funcionando en toda su despampanante crueldad.
El poder suele presentarse como un material sólido, pero tiene la propiedad de volverse líquido y gaseoso en un parpadeo. Sobre todo cuando emana de instituciones en crisis, como ocurre en la actualidad. Desde hace un par de décadas, los cambios sociales han sobrepasado la capacidad de las antiguas estructuras. Los viejos pilares, pasillos y tuberías ya no los contienen, ni siquiera son capaces de interpretarlos y darles un cauce. Una gran marejada tocó tierra firme en cámara lenta, luego fue avanzando de manera acelerada, filtrándose por calles y avenidas, inundando partidos políticos, avanzando hacia parlamentos y casas de gobierno, desnudando la mampostería de las iglesias, aflojando los cimientos de los cuarteles de policía y las escuelas del Ejército. Una gran masa informe de esperanzas frustradas, rabia y resentimiento. La mezcolanza de anhelos insatisfechos irrumpió con el rumor de las nuevas tecnologías, aquellas que prometían acortar distancias y despejar accesos, pero que -como en el cara y sello de una moneda- tenían una dimensión oculta: el imperio de los algoritmos como una flamante herramienta para dominar gentilmente la voluntad de la muchedumbre. Las redes sociales y los smartphones como una espina clavada en la vieja democracia.
Vivimos en la edad de la fatiga de los antiguos materiales institucionales; es también la era del desprestigio de quienes encarnaban la autoridad de esas instituciones. Un esqueleto apenas es lo único que nos queda.
Si en otro tiempo el poder podía ser representado como un abanico que se expresaba desde distintos lugares, hoy está cada vez más restringido a su dimensión económica, la figura del magnate que deviene en político o el ánimo de los mercados. Los liderazgos, los discursos de futuro, los proyectos políticos dependen de un flujo de fondos que asegure campañas exitosas, comprando datos y elaborando algoritmos que alimenten el miedo y siembren la sospecha. El nicho ecológico de los nuevos autoritarismos -en Filipinas, Turquía, Nicaragua, Brasil o Estados Unidos- es un paisaje arrasado.
El dinero parece ser el único refugio seguro para el poder, un arca en la que caben muy pocos: el resto debe resignarse a sobrevivir en una balsa de la Medusa mecida por el oleaje del descontento y el desconcierto. Náufragos que en su desesperación se deslumbran con discursos que apelan al "sentido común", que es la manera más engañosa de guiar a los desorientados hasta el cementerio de todo sentido crítico, el deshuesadero de la inteligencia; el universo en donde el poder se expresa en su manera más brutal, despojado de los modos de la convivencia civilizada; un sitio rodeado de alambradas en donde la ética ha quedado sepultada por la furia.
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