El pensamiento mágico nos tranquiliza. Tiene el poder de lucir profundo y misterioso, por un lado, y seductoramente sencillo por el otro. "Todo pasa por algo", por ejemplo, es lo que se dice en situaciones de desgracia, como fórmula de consuelo que sugiere que tal vez aquella tragedia será la antesala de algo mejor. Otra dosis de la misma magia oculta la fórmula "quien nada hace, nada teme". Pronunciar esa frase nos sitúa en un pedestal: quien la invoca está dispuesto a entregar su intimidad a los ojos escrutadores de un control externo sin ningún temor. Allí tiene mis datos, señor policía. ¿Dónde firmo para que un enjambre de drones vigile y grabe mi calle y la de mis vecinos registrando mis hábitos y rutinas? Vivir bajo libertad vigilada se transforma así en la aspiración de los ciudadanos decentes. Quienes duden de la eficacia de una solución tan sencilla quedan bajo la sospecha. "Es un asunto de sentido común", alegan, añadiendo nuevas aspiraciones al alambrado policial: cámaras en los baños, micrófonos en las cocinas, redadas, toques de queda para adolescentes. "Se muere la perra, se acaba la leva", dijo alguna vez alguien resumiendo, de paso, una manera de mirar el mundo y sus habitantes.
Vociferar soluciones rápidas a problemas complejos, como quien vende una poción milagrosa, atrae los votos de los hastiados, pero no soluciona problemas, más bien los transforma en enfermedades crónicas que de vez en cuando gangrenan hasta pudrir el tejido que se pensaba sano. Es lo que ha pasado con el narcotráfico, que ahora se nos anuncia sin pudor, con fuegos artificiales iluminando la ciudad, celebrando el arribo de cargamentos que llegan o con videos musicales disponibles en plataformas públicas en donde los disparos al aire son una demostración de su nuevo estatus. ¿A quiénes les temen los narcos? Algo nos indica que no a la denuncia de los vecinos, ni a las cámaras, ni a los drones, ni a la policía, ni siquiera a los jueces.
Los bordes han sido sobrepasados y recién lo estamos notando gracias a los rituales públicos desenfadados de un mundo que supuestamente estaba circunscrito a los márgenes, un azote que solo los más débiles padecían. La solución era simple desde el pedestal de los decentes: intervenciones policiales que, como pesca de arrastre, significaba el maltrato generalizado a residentes y peatones en vecindarios populares. De vez en cuando alguna nota en el noticiero sobre droga requisada daba cuenta del avance sordo de un nuevo tipo de criminalidad. Paquetes de cocaína, plantas de marihuana sobre una mesita de exhibición de pruebas. Lo que suele permanecer oculto es la ruta del dinero del tráfico y las influencias que va comprando en el camino para asegurar distribución y hacerse de armas. El narco en Chile ha sido representado como un episodio aislado que afecta solo la periferia, no como una red que se extiende por una ruta paralela de favores comprados en instituciones.
Bajo esa lógica, todo quedaba reducido a la barriada, la criminalidad acotada a la pobreza, como si ese fuese el hábitat natural de una especie endémica que fuera de determinado cuadrante perdiera fuerza. Pero ya vemos que no es así.
"¿Y qué me van a hacer? Estoy borracho de poder", es la frase que repite el reguetón titulado Dicen que soy un delincuente. Esa fue la canción elegida por los deudos de Bastián López para despedirlo en su funeral. López, asesinado por rivales hace dos semanas, era el joven heredero de un clan de narcotraficantes. Su velatorio se extendió por dos días y el cortejo fúnebre fue custodiado por carabineros por temor a las balaceras. Días más tarde, el lunes recién pasado, en otra comuna de Santiago, el cielo se iluminó de fuegos artificiales durante el velatorio de otro narcotraficante muerto aparentemente durante un enfrentamiento entre bandas. La respuesta del gobierno ha sido la creación de una mesa de trabajo para controlar la pirotecnia y las balaceras asociadas a rituales que cada vez se hacen más frecuentes. El Ministerio del Interior anunció que el objetivo será "reestructurar los protocolos" para evitar incidentes. Mientras tanto, un grupo de parlamentarios ya busca apoyo para militarizar las poblaciones más afectadas, una solución simple y mágica que resultará efectiva para atraer votos, pero que nos asegura un futuro de violencia. ¿No fue eso lo que ya pasó en Colombia y México? ¿Es inmune el Ejército a la corrupción del dinero del narcotráfico? ¿Quién controlará lo que hagan personas entrenadas para una guerra en barrios donde el gran enemigo es la pobreza? Sospecho que quienes proponen la militarización consideran que responder esas preguntas carece de importancia. Lo relevante para ellos es invocar el sentido común, como quien recita un pase mágico, y transformar la seguridad ciudadana y la convivencia democrática civilizada en una discusión sobre balas y fusiles, mientras el narco carcome instituciones y compra voluntades.