En el sitio patrimonial Memoria Chilena encontré el dato que buscaba: entre 1979 y 1985 fueron erradicadas 28.703 familias que vivían en los barrios del nororiente de Santiago. Las llevaron hasta lo que en ese entonces era la periferia rural de la capital y a ciudades de provincia. El total de personas trasladadas equivalía a la población de Talca, la ciudad en la que yo vivía cuando era niño. Tengo buena memoria. Recuerdo una tarde de los 80 cuando vi un camión llevando gente como ganado, mientras desde otro camión dos hombres y una mujer bajaban un colchón sucio. Le pregunté a mi papá quiénes eran: es gente pobre de Santiago, me dijo. Poco tiempo después, en toda la región corría la leyenda de que había más robos desde que "los santiaguinos" -así se les decía- fueron arrojados en los bordes de las pequeñas ciudades del Maule. Nadie parecía quererlos. La historia de esas personas permanece en una penumbra incómoda. ¿Los sacaron del lugar en que vivían para darles una mejor vida o para que no incomodaran a los vecinos más prósperos de la capital? ¿Qué pasó con ellos, con su descendencia? Durante mi infancia aprendí el significado de muchas palabras que me fascinaron, no por su belleza, sino por el poder avasallador que se escondía tras ellas: exiliado, ejecutado, degollado, erradicado. Todas esas palabras suponen el acto de disponer de otro como una cosa y apropiarse de su voluntad y su destino.
Los recuerdos a veces vuelven en lo que demora un parpadeo. Ese momento de mi infancia ha vuelto a mi mente una y otra vez: cuando miraba por televisión a una mujer que lloraba porque la lluvia traspasaba los muros de su casa nueva; cuando la gente se apiñaba desesperada en los paraderos esperando el Transantiago; el día en que conocí Bajos de Mena y entré en un almacén en donde había una reja en el mostrador que separaba al dueño de los clientes. Pequeñas señales de vidas empapadas por una misma cultura de distancias y violencia sorda.
Hace 10 años publiqué un libro titulado Siútico. Originalmente el título iba a ser Extraños en el salón, mal que mal se trataba de un ensayo sobre los límites y fronteras invisibles que establece una comunidad y la forma en que se distribuyen el respeto y el rechazo; un recuento de las claves que tácitamente manejamos los chilenos para detectar a quienes juzgamos similares a nosotros y el castigo que sufren quienes se acercan a un club que los considera ajenos. Finalmente, opté por usar solo la palabra burlona en la portada: "Siútico", en singular. Me protegí. "Extraños en el salón" quedó como encabezado de uno de los capítulos. Recurrir al humor es la única manera en que los chilenos podemos hablar de clasismo sin que nadie se alarme y acuse al que propone el tema de ser un "resentido". El humor es un blindaje, lo mismo que algunos medicamentos son recubiertos para disimular el sabor que los haría intragables.
No me sorprenden las protestas de los vecinos de la Rotonda Atenas en contra de la decisión del municipio de Las Condes de levantar un edificio para personas de la misma comuna, pero de menores ingresos, en su barrio. Las razones que dan son absurdas, desinformadas, cargadas de miedo y fobia, de una crueldad desesperante, pero no me llama la atención que lo hagan. Parafraseando la carta que el arquitecto Juan Pablo Corral envió a La Tercera, esos vecinos disgustados que golpean cacerolas solo porque familias que viven allegadas a algunas cuadras de distancia ahora estarán más cerca no son una anomalía. Su reclamo solo los retrata como alumnos destacados de un sistema de vida normalizado por la vida cotidiana. Hacen lo que la realidad nacional indica que se debe hacer. En Chile, los distintos segmentos sociales (para no hablar del espinoso concepto de "clases") cohabitamos, coexistimos, pero no convivimos ni nos mezclamos, de no ser en situaciones de jerarquía laboral. El lugar de residencia, la educación a la que accedemos, el sistema de salud que tenemos, el transporte que usamos, nos distingue y separa. La distancia es nuestra señal de identidad. La herida ajena es el orgullo propio y solo reaccionamos frente a la injusticia infligida al prójimo cuando nos provoca lástima y la podemos disfrazar de solidaridad. Un buenismo que conserva las jerarquías, opera como vocero -o ventrílocuo- del desposeído y mantiene la idea de que ese "otro" es un caso especial y, más que respeto o justicia, merece compasión y culpa. Para ser vocero de la desgracia ajena, naturalmente, es necesario un origen social privilegiado, que convoque la atención y la confianza. El medio pelo no funciona en ese papel.
La primera reacción que provocó la protesta de los vecinos de la Rotonda Atenas no fue comprender el escenario en el que ocurría, sino el ataque a quienes protestaban usando la misma estrategia de ellos: la descalificación social. Eran unos siúticos, rotos, ¿qué se creen? Si ni siquiera es un barrio elegante, ni lo suficientemente rubios, ni tan diferentes a los que llegarían a habitar el proyecto difundido como política de inclusión. Esos argumentos para criticar a quienes protestaban revelan el modo en que se perpetúa nuestra forma de vida, como esas figuras geométricas llamadas fractales, que contienen una figura idéntica, pero a escala menor hasta el infinito.
La historia a veces vuelve hacia nosotros haciendo una curva y nos pone fugazmente frente a un espejo. Esta vez el reflejo que nos devuelven los vecinos de la Rotonda Atenas es nítido y no solo retrata a un puñado de personas furiosas, sino a una forma de vida que nos ordena y rige a todos, un sistema que se resiste al cambio y rechaza a los extraños. La fractura que hemos elegido como escudo de armas y bandera.