Columna de Óscar Contardo: El silencioso
En otros tiempos no nos indignábamos. Aceptábamos, por ejemplo, el boletín que abría el noticiero y que nos decía que luego de un robo y de una persecución un hombre mapuche había muerto en medio de un tiroteo. Lo creíamos sin más. Antes nos cobijábamos en ese manto que las autoridades políticas sacudían de cuando en cuando para demostrar que todo estaba bajo control, que no había de qué dudar. Ahora eso ya no es posible.
Antes había cosas que no nos importaban. Asuntos por los que no correspondía pedir cuentas, buscar información o exigir la verdad que yacía bajo el papeleo burocrático o las negociaciones a puertas cerradas. Era una época en la que todo parecía transcurrir con tranquilidad y en donde las autoridades a cargo solían hacer lo posible para convencernos de que la normalidad era eso –creer la versión oficial, asentir frente a las declaraciones enfáticas- y que las instituciones nacionales gozaban de una salud envidiable que se comprobaba justamente por la tranquilidad reinante. Nuestro orden dependía de un mito al que adheríamos por costumbre y del sentido de jerarquía que nos constituye: solíamos escuchar que en Chile la corrupción era un fenómeno irrelevante, que la democracia había restituido la normalidad en las relaciones civiles y militares y que nuestro espíritu legalista nos hacía inmunes al desbande y el abuso. Un relato de autosatisfacción que era adornado con leyendas coquetas sobre nuestra excepcionalidad nacional, y fábulas que celebraban nuestro carácter de pueblo solidario que hacía de la hospitalidad una especie de vocación y del racismo, un vicio extraño que nos provocaba repugnancia. Ojos que no ven, corazón que no siente.
La costumbre nos mantenía a salvo del escepticismo y nuestro talante sumiso y parco, a distancia de los inconvenientes de las aproximaciones críticas a los discursos oficiales.
En otros tiempos no nos indignábamos. Aceptábamos, por ejemplo, el boletín que abría el noticiero y que nos decía que luego de un robo y de una persecución un hombre mapuche había muerto en medio de un tiroteo. Lo creíamos sin más. Dábamos como cierto cuando el presentador trataba a la víctima de sospechoso y lanzábamos un resoplido cuando añadía que el muerto "tendría" -usando un modo condicional como un moño que disimula el aguijón- antecedentes penales. En otras décadas se nos habría hecho difícil dudar de una operación de inteligencia chapucera avalada por un general que incluso daba una conferencia de prensa en la que atacaba al Ministerio Público a instancias del gobierno de turno.
En ese pasado no tan lejano, si un presidente sostenía que la existencia de un comando especial de Carabineros era una fantasía, difícilmente habrían circulado los documentos que indicaban lo contrario. Del mismo modo, si un general de Carabineros reclamaba por la escasa asignación de fondos públicos para gastos reservados, nadie habría pensado enrostrarle que se debía a una respuesta política frente a los fraudes que oficiales de su institución habían perpetrado durante años sin control interno. Hace tan solo una década, probablemente, un asesinato como el de Camilo Catrillanca ni siquiera habría llegado a los oídos de la alta comisionada de Derechos Humanos de la ONU. Con toda seguridad, el jefe de Estado del momento habría respaldado la versión oficial, el parte policial, aunque el documento presentara un racimo desgranado de sucesos, en donde las contradicciones y mentiras se recubrían bajo un manto de prestigio simulado. Antes nos cobijábamos en ese manto que las autoridades políticas sacudían de cuando en cuando para demostrar que todo estaba bajo control, que no había de qué dudar. Ahora eso ya no es posible.
El desprestigio sostenido acabó por desnudar los mecanismos del acto de magia al que solíamos asistir suspendiendo nuestras dudas, royendo no solo las confianzas en las autoridades del momento, sino en el diseño total del sistema. Un trabajo de termitas -persistente, progresivo- que se ha expandido con sigilo, carcomiendo las vigas y estructuras sin que nadie se resuelva a enfrentar el asunto con algo más que un plan para escapar velozmente de una crisis puntual o apelar a la buena voluntad, como si se tratara de una terapia grupal y no de asuntos políticos de envergadura. Muchas huidas comunicacionales, pero pocos proyectos sinceros de largo plazo que signifiquen tomar el camino difícil y no el atajo oportunista. Así se van quedando sin resolver escándalos de todo tipo: intoxicaciones ambientales, muertes de niños en centros de acogida, robos multimillonarios, fiascos de distinta naturaleza y negociados oscuros que comprometen dinero público. Una siembra de desgracias que de pronto parece un campo minado que de tanto en tanto estalla sin que nadie se haga responsable de las consecuencias.
El desprestigio avanza en la medida en que la impunidad se muestra como una norma frente a la cual solo queda encogerse de hombros. Al paso que vamos –y tal como lo demuestra la Encuesta Bicentenario 2018-, la desconfianza toma la forma de la cola del escorpión, una curva que amenaza la convivencia democrática, que anhela soluciones autoritarias, mano dura, para todo aquello que la política parece ser incapaz de enfrentar, por desidia, ineptitud o cobardía.
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