Podemos llegar a pensar en la muerte como un punto final que nos libere de la furia y el espanto. La furia que nos despierta conocer los pormenores de las torturas a las que fue sometida Sophia, la niña que vivió un año y once meses bajo el abuso y los golpes de su propio padre. Su cuerpo no resistió y sólo supimos de ella a través de un informe forense. Entonces lo que nos quedó fue el monstruo, el padre de la niña, la figura de un hombre joven con el rostro impávido subiendo a un carro policial. Su apariencia nos recuerda que lo abominable puede vestir de jeans y polera deportiva, que puede estar en cualquier sitio, que lo podemos tener tan cerca que es mejor no pensarlo y arrojarnos contra él, demostrarle que sabemos lo que hizo y que no estamos dispuestos a convivir con una criatura así de despreciable.
Necesitamos desahogarnos, refugiarnos en eso que se suele llamar sentido común, el mismo que indica que la tierra es plana y que este tipo de crímenes son cosa del presente, del mundo que nos tocó vivir a nosotros -"hasta donde hemos llegado", repite una vecina- y no del pasado. De alguna oscura forma nos complace pensar que lo ominoso es fruto de la televisión, las costumbres nuevas o mejor que eso, de un Estado que decidió abolir la pena de muerte.
Aparece entonces una recién electa diputada, encumbrándose en la justificada ira que levanta el crimen de Sophia en la opinión pública, y sugiere que el derecho a la vida es un asunto que hay que ir viendo caso a caso, que los derechos humanos son un asunto que hay que poner en una balanza y que este es el caso justo para dejar caer sobre esa balanza el clamor furibundo de la muchedumbre. La diputada electa tiene el apoyo de una galería iracunda que necesita expresar su desprecio por el monstruo. Hay que reponer la pena de muerte, eso seguro nos librará de criminales como el padre de Sophia. ¿Qué pruebas existen de que algo así suceda? Ninguna. ¿Qué posibilidades habrían existido de que el monstruo se detuviera a pensar en las penas que arriesgaba antes de cometer sus aberraciones? Me atrevo a pensar que muy pocas.
Me parece que buscar que el Estado consagre la muerte como castigo, es un síntoma distinto al de la justicia; encarna la necesidad imperiosa de escribir un punto aparte que nos ponga a distancia de lo abominable; un modo de dejar constancia de lo diferentes que somos del criminal, arrojándolo en un pozo oscuro, aun más insondable que el encierro en alguna de las cárceles chilenas, un universo de hacinamiento y pobreza en donde la violencia hierve de un modo parecido a nuestra idea popular del infierno.
Preferimos exigirle al Estado apartar de manera definitiva al monstruo porque, en cierta medida, eso nos distrae de pensar en dónde estábamos nosotros y el Estado durante el año y once meses en que Sophia fue torturada. Optamos por exigir que fusilen, ahorquen o envenenen al criminal en lugar de reflexionar sobre las alertas que nadie escuchó, las ocasiones en que las condiciones de salud de la niña pudieron haber servido de aviso para que algún profesional o alguna autoridad tomara medidas; en definitiva, hablar de matar al criminal nos salva de enfrentarnos a todos los indicios que pudieron servir para frenar el horror que la niñita debía soportar en su casa. Arrojar al monstruo a la muerte es una tarea que nos convoca porque la ira nos enciende, nos moviliza y está concentrada en castigar, ubicándonos en el lugar de los justicieros; en cambio, concentrarnos en la vida de Sophia, en las posibilidades que tenía de salvarse nos puede llevar a un profundo desaliento y nos sitúa en nuestra propia responsabilidad como ciudadanos. ¿Y si alguien hubiera denunciado antes? ¿Qué habría pasado con esa niña de haberse corroborado el daño que estaba sufriendo? Responder a esas preguntas significa enfrentarnos a que su destino podría haber estado sellado del mismo modo en el que lo ha estado el de cientos de niños que van a parar a las instituciones del Sename. ¿Qué porvenir le esperaba ahí?
La idea de pedir que el Estado reponga la pena de muerte como castigo para honrar la memoria de Sophia compensa el terror que nos provoca nuestra propia indiferencia frente al sufrimiento de otras niñas como ella, condenadas a una vida de maltrato, abuso y silencio. Buscamos hacer justicia con la muerte del monstruo para tranquilizar una indignación justificada, pero pasajera. La fantasía de eliminar al criminal tal vez aplacaría nuestra ira, pero no compensaría ni una pizca el sufrimiento que vivió Sophia, tampoco el de los niños y niñas que ahora mismo están a merced de otros monstruos menores sin que nadie haga algo por ellos. Nuestra idea de justicia no puede concentrarse en exigir que el Estado sea un gendarme o un verdugo sólo porque, de vez en cuando, nos estalla en la cara la forma en que muchos niños chilenos viven su infancia como quien atraviesa un campo minado.