Desde 1996, los ocho países con territorios ribereños del océano Ártico forman un consejo que se reúne periódicamente para tratar asuntos comerciales y medioambientales. La última reunión fue hace un mes, en Finlandia, y a ella asistió Mike Pompeo, secretario de Estado norteamericano, en representación del gobierno de Donald Trump. En su discurso, Pompeo no mencionó el cambio climático, pero sí sus efectos, aunque de un modo algo distinto al que estamos acostumbrados: allí donde la comunidad científica y las organizaciones internacionales ven una hecatombe en pleno desarrollo, Pompeo ve una oportunidad. En su discurso, el secretario de Estado sostuvo que "las reducciones continuas en el hielo marino del Ártico están abriendo nuevas vías y nuevas oportunidades para el comercio", destacando el ahorro de tiempo que significará atravesar el círculo polar sin tener que hacer el rodeo habitual hasta ahora. Añadió otras ventajas, como la posibilidad de explotar minerales que antes resultaban inaccesibles, lo que impulsaría una nueva etapa de crecimiento económico. Es decir, el gobierno de EE.UU. no "cree" que el clima esté cambiando, pero sí acepta el hecho de que el hielo se está derritiendo, y lejos de considerarlo una mala señal por las consecuencias que tiene para el medioambiente o incluso para las economías locales, estima que es una buena noticia, porque permitirá generar riqueza.
Un par de semanas después de la reunión del Consejo Ártico en Finlandia, el canciller brasileño Ernesto Araujo compareció ante la Comisión de Agricultura de la Cámara de Diputados de su país, para tratar, entre otros temas, la deforestación en beneficio de las tierras de cultivo. Durante la reunión, Araujo debió responder preguntas sobre las consecuencias que podría tener el retroceso de la selva amazónica en el clima global. Frente a las consultas, el canciller sostuvo que el aumento de las temperaturas registradas en los últimos años se debe, en parte, a que ahora "los termómetros están más cerca del asfalto". Antes de ser nombrado canciller, Araujo había asegurado que el concepto de "cambio climático" no era más que un "complot del marxismo cultural", un plan de dominio orquestado por organismos multilaterales. Es probable entonces que el canciller brasileño tampoco tome en serio el reciente informe de la ONU sobre biodiversidad, que advierte que alrededor de un millón de especies podrían extinguirse en las próximas décadas directamente afectadas por la actividad humana.
En diciembre próximo, Santiago será la sede de la cumbre medioambiental COP25, cuya organización le correspondía originalmente a Brasil. Nuestro país recibirá a los representantes de más de 30 países en una conferencia cuyo lema es tomar acciones contra el cambio climático tan pronto como sea posible. Sin embargo, el gobierno de Chile, es decir el propio país anfitrión de la cumbre que clama por medidas urgentes, postergó hace un año la firma del Tratado de Escazú, cuyo objetivo es garantizar la participación pública y el acceso a la justicia en asuntos ambientales en América Latina y el Caribe. COP25 tendrá lugar en Cerrillos, a los pies de una cordillera cuyos glaciares retroceden velozmente y en una zona -el centro de la faja territorial chilena- que sufre una larga sequía que ha transformado el paisaje en una costra gris y yerma sobre la que malviven decenas de comunidades rurales con escasez crónica de agua.
Supongo que cada cultura y cada generación han tenido su propia noción de "mundo" -la que podía ser más estrecha o más amplia según el momento histórico y la cultura- y su propia idea de fin del mundo. Para mi generación, por ejemplo, el mundo eran dos mitades del planeta enfrentadas con misiles. Me críe en los años en que las ojivas nucleares desatarían un apocalipsis en forma de hongo atómico de fuego. Luego vendría un largo invierno nuclear. Recuerdo, incluso, un artículo de una revista que aseguraba que Chile era una zona apropiada para resguardarse de los efectos de un conflicto atómico, por su lejanía (no sé si lo juzgué como una ventaja).
Tal vez para las generaciones más jóvenes el derrumbe final no tenga una imagen épica como un gran estruendo que parte el cielo, sino más bien el de una agonía concreta de la naturaleza -islas de plástico en el océano, animales salvajes moribundos, veranos infernales- precedida por el rumor burocrático de cientos de reuniones que advierten que el desastre está cerca. Informes y conferencias interrumpidas por las letanías altisonantes de grandes líderes eufóricos que desdeñan las advertencias. Niegan la realidad mientras levantan diques de dinero que los mantengan a salvo.
El mundo nunca fue tan grande ni tan pequeño a la vez, ni su capítulo final tan parecido a un enjambre de puntos suspensivos esparcidos entre declaraciones oficiales y decisiones secretas.