Columna de Óscar Contardo: A veces todo resulta ser mentira
La escisión, en este caso, no es mental, sino institucional: crearon durante décadas un discurso de fe bordado de amor al prójimo y bajo ese discurso lo que hay disimulado es soberbia.
En el número de marzo de 2010 de la revista interna de los jesuitas se publicó una suerte de obituario de Renato Poblete escrito por el sacerdote Agustín Moreira. Era una edición especial dedicada al terremoto ocurrido en febrero de ese año, nueve días después de la muerte del sacerdote. La nota de Moreira estaba acompañada por una foto de Renato Poblete sentado frente a su escritorio, bajo un retrato en óleo de san Alberto Hurtado. El histórico capellán aparece flanqueado por un aparador sobre el cual reposan una foto que lo muestra junto un Papa -no se distingue cuál, probablemente sea Juan Pablo II- y una gran cruz de pedestal con un Cristo blanco de hueso. Renato Poblete sonríe a la cámara con la cabeza levemente inclinada en la misma dirección que la del Cristo crucificado.
El texto de Moreira es sencillo, detalla que Poblete había estado internado durante diciembre de 2009 por una infección en las válvulas coronarias, y aunque fue dado de alta en enero de 2010, su estado de salud era frágil. Tenía ya 85 años. Moreira cuenta en la nota que durante el verano el sacerdote pudo participar de la reunión anual de la congregación y en las actividades religiosas del llamado Miércoles de Ceniza. "Al recibir la ceniza se nos recuerda que polvo somos y en polvo nos convertiremos", sentencia Moreira al final del primer párrafo.
En ese punto la narración se detiene en el jueves 18 de febrero. Ese día, durante la mañana, después de desayunar, el grupo de jesuitas -alrededor de 150- escuchó unas palabras a modo de reflexión a cargo de Eugenio Valenzuela, en ese entonces provincial de la Compañía de Jesús. Una vez que Valenzuela terminó de hablar, los jesuitas reunidos rezaron en conjunto: "Fue en ese momento -precisa Moreira- en que vi que Renato se inclinaba en la silla y se desvaneció". El anciano fue sostenido por su amigo, el sacerdote Josse van der Rest, que permanecía sentado junto a él, y enseguida llevado en andas por otros religiosos hasta su habitación. Los demás continuaron rezando: "Todos teníamos en la mente y el corazón a nuestro compañero. Acabada la oración nos enteramos de que Renato había muerto". Un final plácido, tranquilo, rodeado de cariño y reconocimiento. Era la conclusión de una vida ejemplar, de un hombre que había gozado no solamente de la admiración privada entre los pares, sino de aquella que se invoca en actos oficiales y que queda fijada en bronces y discursos. Un redoble de tambores coronado por el Premio Bicentenario, el reconocimiento que le entregó, en septiembre de 2009, la Presidenta Bachelet.
"Dios -escribió Agustín Moreira como despedida- ha sido delicado con este hombre bueno que tuvo tantos gestos de amor y delicadeza con nosotros. Es la recompensa divina para quien ha sabido amar en lo pequeño y también en lo grande. Se lo lleva a su encuentro y gozo eterno, tras una vida fecunda y generosa de entrega". Al día siguiente de su muerte, El Mercurio publicó: "El sacerdote, según sus pares, 'es un auténtico jesuita'. Trabajó estrechamente con el padre Alberto Hurtado y fue su gran amigo. La Compañía de Jesús reconoce que fue el motor de su canonización y que a él se debe la construcción de su santuario". La misa fúnebre en la Iglesia San Ignacio fue encabezada por el cardenal Francisco Javier Errázuriz, quien destacó "el amor a los pobres y el sentido de justicia" de Poblete. En su libro Digerir lo vivido, el sacerdote Felipe Berríos evoca el funeral, explicando que la muchedumbre que acudió a la ceremonia no lo hacía solo por el carisma de Poblete -"esa sería la respuesta fácil"-, sino porque era "un apasionado del Señor que supo ser el vínculo entre el P. Hurtado y las generaciones que no lo alcanzamos a conocer (...). Pero quizás fue el amor por los pobres del P. Poblete, ese que lo llevo a utilizar magistralmente los medios de comunicación para ser la voz de aquellos que la sociedad silencia", concluye Berríos.
Después de la ceremonia, el cuerpo del difunto fue trasladado desde el centro hasta el santuario de Estación Central en la llamada "camioneta verde", el automóvil que los jesuitas usan como símil del que conducía Alberto Hurtado para trasladar a los niños pobres.
Había muerto un hombre bueno, un hombre excepcional, un santo en vida. Eso era lo que todos repetían. Había muerto, sin embargo, un criminal. ¿Qué pensarían de él en ese momento sus víctimas? ¿Qué sentirían al escuchar las declaraciones de autoridades y figuras connotadas? ¿Qué recuerdos les despertaría ver su rostro multiplicado en la prensa? ¿Qué emociones surgirían en esas personas cuando contemplaban a la multitud despedir como héroe a quien había sido para ellos una especie de verdugo? ¿Tendrían ánimo de salir a la calle y gritarles la verdad? ¿Quién los habría escuchado?
A veces enfrentar la verdad duele, eso lo sabemos todos, pero la experiencia de que la verdad es un secreto que cuesta mucho, que cansa, quema y fatiga la conocen solo quienes la viven como algo que se guarda y esconde; porque de mantenerla en sigilo depende sobrevivir, tener un trabajo y conservar una familia.
Karadima nunca se mostró como un benefactor, no encabezó ninguna campaña de nivel nacional, ni usó la vida de las personas pobres en sus discursos. Poblete sí lo hizo.
Creo haber percibido por primera vez algo de la profundidad de esa experiencia la tarde que entrevisté a un hombre que había sido abusado durante años por Eugenio "Keno" Valenzuela, el sacerdote provincial de los jesuitas que encabezó las oraciones el día en que murió Renato Poblete. Ese hombre -40 años, profesional, padre de familia- dio un largo rodeo biográfico antes de detallar directamente la manera en que había sido abusado por Valenzuela en su juventud. Le dolía contármelo y lo hacía como quien aproxima lentamente la mano hasta el lugar en donde supura la herida. Sin embargo, la manera en que ocurrieron las transgresiones no es lo que recuerdo con mayor intensidad, sino la forma en que esas situaciones con el paso del tiempo cobraron para él la consistencia de una verdad secreta que contrariaba todo lo que su familia y sus amigos pensaban de Eugenio Valenzuela. Para ese hombre, que me dio su testimonio arriesgando su intimidad, la verdad sobre lo que ocurría durante las direcciones espirituales con Valenzuela lo transformaba en un indeseable de sí mismo. Un día, su propia madre -católica y admiradora del sacerdote- le mencionó que se notaba que "la dirección espiritual del Keno" había surtido efecto en él: "Estás más maduro", le dijo. La verdad era tan distinta, pero no podía decirla en voz alta, no era posible hacerlo sin dañar a su madre y al mundo en el que vivía. La verdad lo arrojaba a un rincón oscuro, lo dejaba solo. No fueron esas sus palabras, fue lo que yo sentí hablando con él y con las víctimas de los jesuitas Leonel Ibacache, Jaime Guzmán Astaburuaga y Juan Leturia. Todos ellos -junto a otros tantos menos connotados- habían abusado de niños, adolescentes y jóvenes durante los mismos años en que Renato Poblete cometía sus fechorías. La misma congregación, al mismo tiempo, durante años, durante décadas. Mientras tanto, las entrevistas a los jesuitas en la prensa escrita, la radio y la televisión no solo los convocaba para preguntarles de sus obras de beneficencia, sino de sus opiniones que iluminaban la conducta ajena y la guiaban por los vericuetos de la realidad que ellos se jactaban de conocer al revés y al derecho. Existen notas delirantes de periodistas que se aproximaban a ellos como al oráculo: ¿Cómo ve usted a las mujeres? ¿Cómo ve usted a los jóvenes? ¿Cómo ve usted a los pobres? ¿Qué le parecen los ricos? Ellos respondían con el orgullo de quien no debe preocuparse de argumentar, con la tranquilidad de quien jamás tendrá que rendir cuentas. Contestaban lo que sus seguidores querrían escuchar, para luego posar para la foto: son gente sencilla, son gente cercana, me tinca que son santos.
Tal como Berríos escribió en su libro Digerir lo vivido, Renato Poblete había logrado un prodigio: transformar la figura de los sacerdotes jesuitas en líderes de opinión pública a través de su cercanía con los medios de comunicación. La suma de sus intervenciones durante las últimas décadas podría servir para una tesis. Si hay algo que lo distingue de su amigo Fernando Karadima es justamente eso: la visibilidad que había logrado a través del trabajo con los más pobres, encabezando cruzadas mediáticas, asistiendo a ceremonias, cócteles y directorios. Pero resulta que ahora el propio director social del Hogar de Cristo, Pablo Egenau, declara que en realidad Poblete hablaba de pobres, pero no se acercaba mucho a ellos. En una entrevista radial sostuvo que él no estaba "en terreno", sino más bien era un embajador, un representante en los medios y "un generador de recursos", lo que en franco castellano quiere decir que su vida transcurría entre los ricos y que esas imágenes profusamente difundidas después de su muerte, en donde se le veía dándoles la mano a enfermos de un hospital público, era una buena secuencia para transmitir por la televisión, pero no un estilo de vida. El amor por los pobres era una pasión a distancia. ¿De eso también se enteraron con el informe sobre sus crímenes? Sospecho que lo sabían, pero no les molestaba. Todo lo contrario.
Durante esta semana se ha dibujado claramente algo que hasta hace muy poco solo podía mencionarse a baja voz: la predilección del señor Poblete por relacionarse no solo con la clase alta, sino directamente con millonarios o personas que actuaban como enlaces para llegar al poder político o empresarial. Revisar las páginas sociales de los últimos 30 años es repasar la vida del sacerdote y su valiosa agenda. Frente a los poderosos, sus virtudes resplandecían, bruñidas por el efecto deslumbrante que solía provocar la figura del cura entre católicos y no tanto, una suerte de fascinación que en nuestra cultura los reviste de atributos desmesurados y dones de los que muchas veces carecen. Karadima podía decir cualquier ramplonería, porque sabía que la mayor de las vacuidades declaradas vistiendo sotana puede llegar a sonar como una revelación profunda y significativa para una audiencia capturada por el hechizo del tramposo. Pero había una diferencia significativa entre ambos: Karadima nunca se mostró como un benefactor, no encabezó ninguna campaña de nivel nacional, ni usó la vida de las personas pobres en sus discursos. Poblete sí lo hizo. El mundo de los ricos fue, sin duda, su círculo de pertenencia, algo que, por supuesto, no es ningún crimen. El problema es que el mensaje era otro para la opinión pública. ¿Era su discurso sobre los más pobres un fin o solo un medio para acumular el inmenso poder que alcanzó a ostentar? Cabría preguntárselo ahora que hay dudas sobre el destino que le dio al dinero que manejaba.
Los sacerdotes jesuitas han levantado dos tesis para explicar la razón para que, según ellos, nadie nunca se enterara de las conductas que Renato Poblete exhibió dentro de la congregación. Sostienen que durante los casi 50 años en que abusó, violó y maltrató a mujeres poco y nada supieron. La primera forma que encontraron para hacer razonable lo inverosímil es que Poblete llevaba una doble vida totalmente fracturada. Ellos le daban la espalda y el cura se transformaba en otra cosa, como Gollum, el personaje de El Señor de los anillos. Poblete era una puerta de dos hojas, ellos veían solo una, la que conducía a la Cena de Pan y Vino. La otra, la de las transgresiones sexuales en serie que escalan por decenas, jamás la abrieron. Curiosa ceguera para quienes se dedican a guiar personas como principal oficio. Nunca supieron de Poblete, nunca de Guzmán, tampoco de Ibacache, ni de Leturia, ni de Denegri, ni de la larga lista de espera que acumulan. Me intriga por qué en esos casos no invocan el recurso de la doble vida y en la de Poblete sí. ¿No es la estricta sujeción al superior una de las características de la orden? ¿Poblete no contaba sus felonías? Si no lo hacía, es que la bisagra estaba bien firme entre ambas personalidades y conocía muy bien las consecuencias de sus actos. San Renato sabía lo que hacía el pícaro Poblete y no lo incluía en la Cuenta de Conciencia anual con su provincial. Si, por el contrario, era sincero con su superior, era imposible que la congregación estuviera al margen de los hechos. La segunda teoría, a mi juicio la más pintoresca, es la del disfraz de jesuita, deslizada durante esta semana. Según esa interpretación, Poblete, en realidad, habría hecho un cosplay durante 50 años y la congregación no se enteró. Es decir, la Compañía de Jesús, que ha hecho de sus capacidades intelectuales un sello y de su dominio de la realidad un atributo, jamás vio signos de que tenían un infiltrado. Estos argumentos son una manera delirante de alejarse de los desechos tóxicos de una vida de mentira, también una falta de respeto para las mujeres que se atrevieron a denunciar: están transformando un asunto delictual en un conveniente cuadro psiquiátrico. La escisión en este caso no es mental, sino institucional: crearon durante décadas un discurso de fe bordado de amor al prójimo y al desposeído, y bajo ese discurso lo que hay disimulado es soberbia y una prodigiosa ansia de poder.
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