Hay algo allá adentro

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La función política de la enfermedad de Karadima era construir una Iglesia del silencio y el poder, en contra de la Iglesia revoltosa y callejera de los años 70. Cuando pide "pastores con olor a ovejas", Francisco parece ignorar que los tuvo en Chile mucho antes que en otras naciones. Dicho en Buenos Aires, ese llamado puede sonar novedoso; pronunciado en Santiago, se salta ominosamente toda una historia.



Cada vez resulta más evidente que el Papa Francisco va atrasado en varios meses respecto de la situación de la Iglesia en Chile. Esta semana declaró en una entrevista con Reuters que Fernando Karadima es un hombre "gravemente perturbado", una conclusión que se desprendía hace por lo menos ocho años de los testimonios de las víctimas, de las investigaciones judiciales y de los trabajos periodísticos. Despejadas las conspiraciones, se llega a una conclusión similar a la del caso Spiniak: es un hombre enfermo, por mucho que su enfermedad sea más compleja que la del empresario.

Parte de esa complejidad, dijo el Papa, deriva de la "mezcla de la élite chilena con situaciones sociopolíticas". ¡Bingo! El carácter bombástico del caso tuvo siempre que ver con que tocó a la élite chilena, que se movilizó sin ambages para defenderlo. Tampoco hay nadie en Chile que ignore esto desde el comienzo.

Solo que el Papa parece dejar fuera de la élite a la propia Iglesia, cuando lo que Karadima estaba cultivando era precisamente la idea de una Iglesia elitista. Y eso no está fuera de su enfermedad. Es uno de sus elementos constitutivos: una Iglesia autoritaria, de privilegios, clasista, sin jamás admitirlo, un club exclusivo donde el maestro, por añadidura, se podía tomar algunas libertades con sus discípulos.

Algo suena muy incompleto en el análisis del Papa. Cabe suponer que dispone de un trabajo más profundo y detallado, pero lo que ha dicho roza apenas la superficie del fenómeno chileno. Cuando agrega que constata el trabajo "del espíritu del mal" satisface las imágenes demoníacas e infernales de los creyentes (y más aún de los agnósticos-creyentes, que junto con los creyentes "a mi manera" parecen conformar una fantástica mayoría en Chile), pero deja al mal fuera de la historia, como si habitara en el éter.

Las "situaciones sociopolíticas", hay que deducir, son en realidad una: la dictadura. El reino de Karadima resplandeció en los 80, cuando fue aplaudido por el nuncio Angelo Sodano y por el Papa anticomunista Juan Pablo II. ¿Y por qué, por qué, Señor, por qué, Su Santidad? Porque atraía vocaciones entre la élite, algunas juzgadas tan destacadas por el Vaticano, que recibieron la unción episcopal… precisamente para reemplazar a esa Iglesia que tanto se dedicaba a los derechos humanos, que moría con los pobladores y que le ponía el pecho a un fiscal que quería registrar sus archivos. Todas las iglesias buscan nuevas vocaciones, cómo no: pero cuando esa es la obsesión, se empieza a acabar la Iglesia.

La función política de la enfermedad de Karadima era construir una Iglesia del silencio y el poder, en contra de la Iglesia revoltosa y callejera de los años 70. Cuando pide "pastores con olor a ovejas", Francisco parece ignorar que los tuvo en Chile mucho antes que en otras naciones. Dicho en Buenos Aires, ese llamado puede sonar novedoso; pronunciado en Santiago, se salta ominosamente toda una historia.

Mientras el Papa expone estas conclusiones, las víctimas de Karadima avanzan en una acción judicial para requerir indemnizaciones del Arzobispado de Santiago (Paso intrigante, puesto que la enfermedad de Karadima incluía, según parece, la posesión de bienes y bienestares adecuados a su proyecto). Esa distancia es otra expresión del retraso que mantiene el Vaticano respecto de lo que ocurre en este país.

Es un sarcasmo que su viaje de enero, planeado con tanto cuidado político (y alguna mezquindad: para complacer a una Presidenta sin sucesión y evitar a Piñera casi tanto como a Macri), haya sido un fracaso técnico y un rebote iluminador. Sin la evidencia del desapego de las masas y el descrédito de la Iglesia, quizás Francisco habría seguido creyendo que los laicos de Osorno son unos simples "zurdos", que las víctimas de Karadima no hacen más que exagerar y que el Episcopado está fenomenal, nada que decir de unos prelados tan tranquilos y tan poco problemáticos.

Ya no es útil insistir en que fue poco o mal informado, porque incluso es posible que no haya entendido bien. El caso es que sigue atrasado. Durante la reciente visita de los agentes especiales, el arzobispo Charles Scicluna y el sacerdote Jordi Bertomeu, el Vaticano anunció la aceptación de la renuncia de los obispos Juan Barros, Cristián Caro y Gonzalo Duarte, creando una borrosa impresión de causa y efecto, pero también de una cierta "justicia de enero", un gesto que se presenta severo de inicio para no serlo más tarde. Caro y Duarte pueden ampararse en que ya habían cumplido los 75 años prescritos para el retiro de los obispos. En similar situación están el obispo Alejandro Goic y el arzobispo de Santiago, Ricardo Ezzati, y al menos en este último caso es fácil colegir que el Vaticano se enfrenta a serias dificultades para elegir al nuevo titular de la arquidiócesis más grande de Chile, un hombre que tendría que reparar los daños producidos durante estos años.

Pero si Barros fue retirado de Osorno por su relación con Karadima, y no únicamente por la vehemente queja de los laicos locales, entonces también están pendientes otros tres obispos activos. Un cambio de ocho obispos en un Episcopado de 29 es indiscutiblemente una transformación mayor. Y, sin embargo, a estas alturas solo parece ser el mínimo que espera el laicado católico, y nadie puede asegurar que esas expectativas expurgatorias no crezcan en la misma medida en que el Vaticano mantiene el ritmo vacilante de sus pasos.

Hay algo profundamente contradictorio en la relación que Francisco ha mantenido con América Latina. Apostó con fuerza por un líder caído en su propia trampa, el expresidente ecuatoriano Rafael Correa. Aceptó las osadías de otro dirigente altamente discutido, el Presidente boliviano, Evo Morales. Favoreció el diálogo entre los Castro y EE.UU., hoy demolido por Trump. Intercedió por la paz con las Farc, que ha llevado al poder a su peor enemigo, el uribismo. Y esta semana comparó la despenalización del aborto en Argentina con los crímenes nazis, a pesar de que no ha viajado a su país natal ni siquiera para defender esa posición. Y ahora en Chile, su problema más caliente, se toma su tiempo.

Algo no marcha bien.

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