Es un discurso detestable que, arropado con la moral, el humanismo y los buenos sentimientos, esta semana volvió a reaparecer en la discusión pública. Hace poco, había capturado durante meses la agria conversación a que dio lugar la crisis del Sename. Ahora, la misma monserga vuelve a rasgar vestiduras por las condiciones carcelarias existentes en el país.
Efectivamente, son condiciones lamentables, enteramente reñidas con el concepto de la dignidad humana y se traducen en cárceles sobrepobladas y miserables. En los últimos años el problema no ha hecho otra cosa que agravarse, en parte porque durante años Gendarmería fue una parcela para el pago de favores políticos, en parte porque la población penal ha seguido creciendo y en parte -en fin- por las presiones que coloca (sin mayor destino, por lo demás) la ley de drogas sobre el sistema penitenciario. Casi el 15% de la población carcelaria está cumpliendo penas por consumo y tráfico y hay penales donde más de un tercio de los reclusos está confinado por microtráfico. Eso lo sabemos todos, y lo sabemos desde hace mucho tiempo. Pero basta que las cárceles se tomen circunstancialmente la agenda, como se la tomaron ahora, a partir de las indignantes imágenes de tortura y maltrato infligidos a dos de los ciudadanos ecuatorianos inculpados por la muerte de una auxiliar de aseo de la Universidad de Chile, para que los predicadores de corazón sangrante vuelvan a escena fingiendo sorpresa y con los ojos en blanco. ¡Esto es inaceptable! ¡Dónde están los derechos humanos! ¡Cómo es posible! ¡A qué hemos llegado!
Efectivamente, el episodio nos acercó a la frontera de la barbarie e hizo salir lo peor de gente que normalmente es receptiva, de-cente y civilizada. El hecho es sintomático y nos recuerda que la costra de civilidad con que convivimos es bastante más frágil de lo que pensamos. La bestia reaparece al menor descuido.
El asunto es que sin tener arte ni parte en esta derivada, al final el tema terminó complicando al gobierno a raíz del descriterio de una fiscal que, con abierta ligereza y sin mayor investigación, solicitó prisión preventiva para el gendarme encargado del área donde ocurrieron los hechos, fundándose en la presunta negligencia de su actuar. La magistrada del tribunal de garantía concedió la cautelar y tuvo que ser la Corte de Apelaciones la que revocó el disparate, disponiendo la inmediata libertad del funcionario. Para entonces, el gobierno ya se había comprado un problema con Gendarmería, lo cual obligó a negociaciones de madrugada entre el ministro de Justicia, el subsecretario, la directora del servicio y los distintos gremios de funcionarios.
La verdad es que el análisis del problema carcelario chileno supone primero franqueza, después serenidad y también el compromiso por anticipado de abandonar esa retórica hipócrita que se conduele del cuadro actual, pero olvida que -en mayor o menor medida- aquí todos somos responsables. El país ha llegado a esto por una razón simple: porque el sistema penal y las políticas de rehabilitación, al margen de esfuerzos puntuales y aislados -muy loables, por lo demás- nunca han calificado como prioridad nacional. El país, los gobiernos, los partidos, la gente, la ciudadanía toda, siempre ha considerado que hay otras necesidades que son más urgentes. A veces lo han considerado así con razones que son atendibles. Pero a veces, también lo han hecho en base a voladores de luces, con enorme indolencia e irresponsabilidad.
Nos quejamos, por ejemplo, de que en el Sename y en las cárceles las cosas no son como debieran, pero nos quejamos bastante menos del escándalo que significa tener que cubrir el hoyo que deja anualmente el Transantiago y que solo el año pasado implicó un subsidio que fue del orden de los 740 millones de dólares. Esa cifra es muy superior a los 500 millones de dólares asignados al servicio a cargo de la infancia abandonada. Este año el subsidio a la locomoción sobrepasará los 850 millones y eso ocurrirá -increíble- no obstante que el sistema atiende cada vez a menos usuarios.
Ponemos el grito en el cielo porque la convivencia dentro de los penales es muchas veces un infierno, no solo para los reclusos, también para los gendarmes, pero nadie se acordó mucho de esta realidad cuando la Presidenta Bachelet prometió la gratuidad universal para los alumnos de la educación superior. Es un derecho social, se adujo, y sin darle muchas vueltas, más de la mitad del país se tragó el turrón. Eso es lo que era: el costo de la gratuidad, que llegaba a los mil millones de dólares anuales cubriendo los cinco primeros deciles de vulnerabilidad, aumentó a 1.500 millones anuales, con el ingreso del sexto decil. Y el gasto seguirá aumentando hasta que el programa entre en régimen. Mejor ni pensar el efecto que tendría pagarles la universidad también a los sectores más ricos, que fue la promesa de la mandataria, porque más que un error, eso sería una locura para una sociedad de tantas carencias como la chilena. Un mínimo sentido de madurez y responsabilidad debiera computar que cuando el Estado decide financiar un beneficio o programa determinado, está desde luego dejando de atender otras necesidades, eventualmente tanto o más urgentes.
¿De qué escandalizarnos, entonces? ¿Será mucho pedir que en estos temas exista un poco menos de retórica y algo más de consecuencia? ¿No será lógico asumir que, tanto en este como en otros planos, los problemas seguirán persistiendo si no hacemos nada? El problema es que en este tema el inmovilismo no implica dejar las cosas como están. Implica empeorarlas, porque, tal como están las cosas, todo indica que la población penal seguirá creciendo.R