Una y otra vez se ha planteado la posibilidad de indulto presidencial a los perpetradores de delitos de lesa humanidad. Lo que aparecía como una posibilidad se concretó con su otorgación en el caso de René Cardemil Figueroa, condenado por los crímenes de Torre San Borja a 10 años, caso que incluyó el fusilamiento, entre otras, de una ciudadana argentina embarazada de seis meses en las cercanías del túnel Lo Prado en 1973.

El indulto, un resabio monárquico de conceder el perdón, se discute en la doctrina, pero resulta especialmente sensible en los casos de violaciones masivas, sistemáticas de los derechos humanos realizadas por agentes del Estado. Cobra relevancia, porque su análisis necesariamente debe asociarse a la idea de justicia (no de venganza), a un reproche social y judicial ante crímenes que toda la comunidad internacional condena. En el mismo sentido se encuentra la idea de no reforzar la impunidad por los actos cometidos por agentes del Estado o perpetrados por particulares con anuencia del Estado.

Chile ha sido condenado en varios fallos por la Corte Interamericana de Derechos Humanos -uno de ellos el caso Almonacid, en el 2016-, porque, incluso cuando los perpetradores son llevados a tribunales, se les aplica la amnistía o rebajas sustantivas de sus penas por el tiempo transcurrido en virtud de la aplicación de la atenuante de media prescripción.

También se argumenta desde hace varios años razones humanitarias para otorgar indultos a los presos. En el año 2010, el Presidente Piñera daba razones para no otorgarlos, creando con ello una distancia importante entre su administración y los promotores de su medida, pero todo reapareció con fuerza en el año electoral del 2017.

La aplicación del indulto presidencial resulta especialmente grave considerando el avance de la investigación judicial de las causas, la revictimización reiterada a los familiares por los constantes hallazgos de restos óseos a lo largo del país, y de una reacción de un sector político, incluyendo los condenados, que no han mostrado ni arrepentimiento y, más aún, han justificado hasta hoy las atrocidades cometidas justificando el "contexto político e histórico" (como aparece en Informe Anual sobre Derechos Humanos UDP 2017).

La justificación está en el ambiente político: vale recordar el intento de otorgar una medalla de reconocimiento a la Escuela de Ingenieros de Tejas Verdes en el año 2017, reconocido campo de prisioneros y tortura, o la intervención en abril pasado del diputado Ignacio Urrutia (UDI) señalando en la Cámara de Diputados que las víctimas de la dictadura serían "terroristas con aguinaldo", todo ello ante un hemiciclo integrado por personas que fueron víctimas directas de tortura o familiares de ejecutados políticos o desaparecidos.

Así, lo ocurrido apuntaría a que el indulto no es más que un acto del pago a una deuda política de esta administración con la "familia militar", mal que mal como algunos políticos le han recordado al Presidente, llegó allí gracias a los votos de esa familia.

Si la cuestión se planteara como la concesión de beneficios carcelarios a los reos condenados, es plausible pensar que eso plantearía un escenario distinto. Los beneficios, si es que procedieran, implicarían modificar el establecimiento de una sanción considerando una serie de factores, desde la buena conducta al interior del penal hasta la existencia del arrepentimiento por los delitos cometidos de un condenado. A través de nuestro Informe Anual de Derechos Humanos UDP, desde el año 2002, hemos demostrado que la obtención de una justicia tardía, esa que nunca llega, ha estado marcada por una férrea resistencia y negación de información de parte de las instituciones involucradas y aquellos que participaron directamente, aquellos que encubrieron y que han intentado sembrar la idea de que no hay más información disponible y que no hay más que hacer.

Si se justifican los indultos y no se promueve la justicia, la verdad y la reparación integral, corremos el riesgo cierto de repetir los horrores cometidos.