¿La marcha eterna? Crónica de un tarde entre infinitas causas

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Carlos Peña tiene algo de razón: hubo bastante de performance y carnaval el viernes en la tarde, disfraces y demandas que comenzaban con "yo", chistes y tragedias, humor y contención silenciosa. Y sin embargo no era solo eso. ¿Cómo puede serlo?


Ellos, ellas, nosotros, yo, caminan, caminamos, camino. "Elles" y "nosotres" también. Marchan, marchamos, marcho sobre las espaldas de la época. Es un tiempo raro, sin líderes, sin partidos, sin ideologías, sin demasiados vendedores de maní confitado o banderas rojas. Es "raro" hasta que, con el paso del tiempo, no lo sea. Es un mundo en el que la bandera chilena luce normal o al revés, o se transforma en un espacio negro en el que solo quedan las líneas, blancas, que delimitan los antiguos espacios, y la estrella es negra, con bordes, también, blancos, como si se tratara de una criatura salida de un aporreado televisor IRT que transmite una señal clandestina y ucrónica desde las remotas profundidades de la Unidad Popular.

Pero no. Acaso estamos despojándonos de la historia, de un pasado de clasificaciones y narraciones conocidas, donde los bandos, los odios, las proezas y los sueños eran prístinos faros a los que como polillas o luciérnagas nos acercábamos. ¿Cuáles serán los nuevos faroles, si es que los viejos se quemaron, entonces? El pueblo unido jamás será vencido —a pesar de que, pese a estar unido, ha sido derrotado más de una vez— sigue siendo uno de los gritos favoritos. El Derecho de Vivir en Paz —una canción contra la guerra de Vietnam y a favor del Viet-Cong y Vietnam del Norte ("Tío Ho, nuestra canción…")— sube como la espuma en Spotify y el fantasma de Víctor Jara entra en la era digital (no le molestaría, creo: en su tiempo lo criticaron por usar guitarras eléctricas, le dio lo mismo). El baile de los que sobran, el himno de la juventud que se inmoló a los pies de las negociaciones políticas de los noventa, se mantiene fresco como si se hubiera compuesto ayer.

Pero en la olla gigante que era Plaza Italia, las gráficas con el presidente Allende o Víctor Jara —pocas— se unían a un nuevo mundo en el que las referencias eran las series de televisión, el animé, Netflix, V de Vendetta, las banderas del Walmapu y la multicolor de la diversidad.

Vieron, vimos y vi al menos diez hombres araña; a Bender, el robot de "Futurama"; referencias a los Dementores y la prisión de Azkaban, de Harry Potter; a Sailor Moon como defensora de los derechos humanos; por ahí circulaba Pikachú, gordo y amarillo. Lo de que los marchantes eran inmunes al "genjutsu" del presidente Piñera... me lo tuvieron que explicar: dícese, en un animé llamado "Naruto", de las técnicas que manipulan "el flujo del chakra en el cerebro de la víctima, provocando una interrupción de los sentidos".

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También banderas y camisetas de Colo-Colo, de la U y de la Católica, una tras otra, y camisetas de la Unión Española y del Wanderers. La mayoría de los letreros —cartones con escritura a mano— no repetían eslóganes ni consignas, creaban sus propias frases: "No tengo miedo, tengo rabia (verde, con puño en alto sobre el signo de mujer)"; "No me maten, aún debo 20 años de CAE (plumón sobre cartón corrugado)"; "Por ti, papá, que tienes 70 años y sigues trabajando porque tienes una jubilación mediocre" (impresión sobre papel oficio blanco)", "Mamá, tú que te fuiste por este sistema de salud de mierda (plumón sobre cartulina verde, con el nombre de la madre fallecida en la burocracia de la salud pública)", "Aborta el miedo (plumón sobre cartón corrugado)".

¿Y qué pasa con el miedo y las madres? Los carteles que comenzaban con "Me da más miedo mi mamá que…" en los que el "que" es el estado de emergencia, los militares o los carabineros, se viralizaban una y otra vez en cartones corrugados y cartulinas. "Es que los chilenos somos mamones", me dice un conocido, riendo, en medio de la marcha.

Pero acaso la figura más interesante de todas era la de los extraterrestres. Comenzaron como un viral en video, después de la frase de Cecilia Morel que usaba la metáfora de una "invasión alienígena" para describir los primeros días de la crisis. Parecen ser dos estructuras inflables que se cuelgan a la espalda, y quien los tiene encima simula ser abducido. Es a la vez una metáfora esperanzadora y horrible: se pueden hacer chistes, en una situación como esta, con secuestros de los que jamás la víctima vuelve. ¿Se puede?

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Toda sociología en este momento es barata y tiene zapatos de goma. Todo es, sencillamente, lo que es.

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Ojalá la historia fuera como un oráculo que nos pudiera predecir el futuro. Como en la película "Matrix", esta no es la primera vez, aunque parezca, que algo así ocurre. En 1888, en 1905, en 1949 y en 1957 Santiago ardió luego de que la gente reclamara por aumentos de precios; la policía y el ejército salieron a la calle y personas murieron. Los grandes reformadores del s. XX —Frei Montalva y Allende— recurrieron a las marchas para demostrar que los dioses del apoyo popular estaban con ellos. La cacerolas fueron un símbolo anti-allendista en noviembre del 71. Sendas marchas de gobierno y oposición se sucedieron durante la Unidad Popular hasta llegar a la última de ellas, gigantesca: la del tercer aniversario del gobierno, apenas una semana antes del golpe de Estado. Entre 1983 y 1986 las cacerolas regresaron, esta vez convertidas en un símbolo de desobediencia civil a Pinochet. Otro millón de personas ocupó en 1988 la entonces precaria "Panamericana", frente al Parque O'Higgins, para apoyar la opción "No" del plebiscito de aquel año.

Y sin embargo, la historia no nos sirve, porque los resultados de todas estas gigantescas aventuras fueron disímiles, y aún si hubiera un patrón que indicara algo, sería eso, un patrón, listo para mutar, sorprendiéndonos, en el instante menos pensado. En esta marcha ni siquiera el decorado habitual del Estado chileno a lo largo de doscientos años de vida republicana estuvo presente: iglesia, ejército y política brillaron no solo por su ausencia, sino porque, cómo decirlo… no es que no hayan ido, es que sencillamente no existen en esa dimensión.

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Acaso la marcha del millón de personas fue un símbolo a ser llenado, una vasija en la que hoy cabe todo, desde la cultura popular que se viraliza en memes de repercusión fugaz, a jubilados que, de la mano y con bastón, recorren cansinos la Alameda y Providencia dando cuenta de sus pensiones de cien mil pesos o menos, en carteles pegados a sus espaldas, por primera vez visibles, pidiendo no compasión, pero sí humanidad, como lo hace también un muchacho cuadraplégico, su cuerpo torcido a la derecha, la mirada hacia arriba, que toma de la mano a ¿su madre, su hermana, su tía? y, desde la silla de ruedas, ve pasar a la multitud.

¿Acabo de decir que "cabe de todo"? Corrijo: no todo. Se pide la renuncia del Presidente Piñera, con y sin esas palabras exactas. Que cientos de miles de personas entonen un himno futbolero cuya lírica, modificada, es una sacada de madre al presidente no es asunto baladí. El ministro del Interior del momento pierde su apellido y por una construcción simbólica que ciertamente encierra humillación, en la marcha se le re-bautiza como "Sandwich". El helicóptero militar que sobrevuela es saludado con enhiestos dedos medios. "¡Fuera los milicos! ¡Fuera los milicos!", grita parte del millón que alcanza a ver los helicópteros.

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Pero hay cosas que sí se repiten. "Chile Despertó" muta, de nuevo, en una entonación futbolera fácil de recordar y de cantar, como si la multitud necesitara recordársela a sí misma, una y otra vez, para no caer en el sueño. "Chile despertó", me escribe por WhatsApp un amigo catalán que, en Barcelona, tiene sus propias noches agitadas. "Sí", le respondo, "y jaló cocaína". "Qué bueno", me dice, "¡así no se duerme!".

En Plaza Italia, a una altura considerable, hay una cámara en la punta de un poste. A eso de las seis de la tarde, la multitud aleona a un joven que ha logrado —¿tradición del palo encebado?— llegar a la mitad del recorrido. Le deben faltar unos cinco metros para llegar a la punta. El muchacho, fibroso y atlético, intenta e intenta, a unos diez o quince metros del suelo, escalar lo que le queda del poste solo con la fuerza de sus brazos. No es una aventura cualquiera: si se cae, se saca la mugre. La gente ruge. Inevitable pensar que la cámara ya no es, para esa cantidad de gente que observa, un servicio público que coordina el tránsito y-o identifica a los "lanzas" del centro, sino un instrumento de espionaje de un Estado al que ya nadie le cree, y que el intento de vandalismo es, en realidad, para este público, el sacrificio de un moderno héroe urbano.

Un estudio de la universidad de Harvard citado esta semana por el New York Times da cuenta de un retroceso en la efectividad de la protesta social como instrumento de cambio democrático. Si en los noventa el 70% de las protestas conseguía sus objetivos, hoy solo el 30% lo logra. Las razones, en parte, recaen en la propia diversidad de los movimientos (en estos días, no nos hemos dado cuenta, pero ha habido crisis sociales en Bolivia, Barcelona, Líbano y Hong Kong), que, convocados por redes sociales, son efectivísimos para llenar las calles, pero no para "bajar" las demandas a petitorios concretos que puedan ser resueltos. Carlos Peña tiene algo de razón: hubo bastante de performance y carnaval el viernes en la tarde, disfraces y demandas que comenzaban con "yo", chistes y tragedias, humor y contención silenciosa. Y sin embargo no era solo eso. ¿Cómo puede serlo? Un río de rostros iba y venía, de arriba para abajo. ¿No pasa eso, todos los días, en todas las calles, como una marcha eterna?

*Autor de "Breve Historia de Chile, de la última glaciación a la última revolución", Sudamericana, 2018.

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