Es difícil identificar las razones profundas que puedan haber movido a dos diputados a sostener una entrevista en París con un condenado y prófugo por el asesinato de Jaime Guzmán y el secuestro de Cristián Edwards. Querían, se ha dicho, conocer su historia de primera mano, y si eso los movía es porque seguramente consideran que esa historia puede ser interesante.

Son muchos los que piensan así. Es más, por sesgos profesionales, varios periodistas dejarían sus vísceras en el camino por una entrevista con Palma Salamanca que aportara nuevas revelaciones sobre los crímenes que cometió, sobre su fuga, sobre la vida que llevó bajo otras identidades y las actividades que realizó fuera de Chile. Pero lo que es enteramente comprensible en el caso de un periodista, de un cronista, de un historiador, empieza a requerir muchas explicaciones adicionales en el de los diputados. Porque, claro, son planos distintos.

A lo mejor el episodio no es ni tan grave ni tan sorprendente. Pero arroja luz sobre un cierto hechizo de una fracción de la izquierda por la épica asociada a tradiciones políticas que están al filo de la legalidad, que hunden sus pies en el mundo anarco, que se mezclan en algún momento con la ley de las armas, en otros con la delincuencia común, y para las cuales, en definitiva, el fin siempre justifica los medios, por crueles, infames o miserables que sean esos medios. Nada muy distinto, en definitiva, del mundo que Dostoievski describió en su novela Los Demonios a fines del siglo XIX.

¿Qué es lo que hay tras esa seducción? ¿De qué da cuenta el fenómeno? ¿Por qué -por ejemplo- gente normalmente razonable perdía la chaveta y la compostura en las cumbres iberoamericanas cada vez que irrumpía en ellas Fidel Castro, incluso cuando su figura se estaba volviendo cada vez más anacrónica y patética y cuando más deprimente eran los resultados de su revolución en Cuba? ¿Por qué en vez de tributarle aplausos y solicitarle selfies no se le pedían explicaciones?

Cabe suponer que es porque se le atribuía al dictador una épica, un arrojo político, un mesianismo histórico que el resto de los mandatarios, por supuesto, no tenía. Sí, eran más grises obviamente, más comedidos, menos protagónicos, quizás también más previsibles y aburridos; sin embargo, la mayoría no había matado a nadie y casi ninguno se había apernado en el poder por espacio de décadas.

Es desde luego complicado, incluso un tanto disociador, cuando alguien, en los burocráticos dominios de la democracia liberal, opta por contaminar su imaginación política con maximalismo extremista. Son los límites del rupturismo. A veces todo queda en pose, en "look", en "onda", como lo fue por años vestir una polera con la imagen del Che. Pero a veces la cosa va también más lejos y puede traducirse en indulgencia, en empatía, en complicidad incluso. Es dudoso que algo bueno pueda salir de ahí.

Sería una estupidez no reconocerlo: no está fácil construir desde la política democrática narrativas colectivas potentes que, aparte de la razón, aparte de los argumentos de la sensatez y la prudencia y aparte también de las decepciones que comporta toda negociación, puesto que para llegar a acuerdos siempre hay algo que ceder, mueva también las agujas del entusiasmo, del furor y la pasión. Y no está fácil construirla, sobre todo de cara al mundo de los jóvenes, donde el maximalismo tiene rating y ha sido y seguirá siendo fuente de estragos, por más Aulas Segura que se le pongan.

En su paso por Santiago, el filósofo alemán Peter Sloterdijk habló esta semana de la ira, de las pasiones políticas y de las decepciones. Son categorías en las cuales la democracia liberal clásica pareciera no tener la elasticidad que el momento requiere y tal vez por eso es que se mueve con pie de plomo. Eso explica en parte lo que estamos viendo hoy en medio mundo, a raíz del resurgimiento de los populismos, de los nuevos autoritarismos de origen democrático y de los masivos movimientos sociales de protesta convocados desde los celulares que un día asoman con violencia, pero que, a la jornada siguiente, se evaporan como el rocío de la noche cuando empieza a salir el sol. Okey, si son tan efímeros a lo mejor no son muy importantes, pero el fenómeno de los populismos o el de los autócratas investidos por el voto sí son para tomarlos en serio.

Puesto que la democracia es sobre todo una forma de convivencia y una vía para la solución pacífica de los conflictos, y puesto que sus valores de justicia, de libertad, de igualdad, suponen una cuota no menor de escepticismo y humildad, entre otras cosas porque nadie es dueño de la verdad, vaya que son problemáticas las tentaciones que plantean las pulsiones políticas supuestamente heroicas cuando están asociadas a "los fierros", a la subversión, al radicalismo político extremo. Lo son incluso aunque se mantengan en el plano puramente emocional de quienes son u ocupan cargos dirigentes.

Porque si arriba hay fascinación, no quepa la menor duda de que abajo habrá sometimiento e incondicionalidad. Y ahí la trama se torna peligrosa, porque la conexión con la violencia ya no será puramente emocional; en algún momento se transformará en conducta. ¿Cuándo? Bueno, cuando la indignación llene el vaso, cuando salte una chispa como saltó, lamentablemente, esta semana con la muerte de Camilo Catrillanca, cuando las furias se desaten y un conflicto acotado y local termina escalando a manifestaciones de protesta que traducen la frustración en apedreos, en vandalismo, pillaje y destrucción. El momento preciso en que reaparece la tentación de jugar a la guerrilla. Al menos por un rato.