Todo empezó con la insistencia de la Conferencia Episcopal para que el Papa visitara Chile, reforzada por una carta personal de invitación de la entonces Presidenta Michelle Bachelet. Algunos de los obispos pensaban, con el recuerdo de las muchedumbres movilizadas por Juan Pablo II en 1987, que una gira papal sería un impulso para recuperar el alicaído prestigio de la Iglesia Católica e incluso para volver a entusiasmar a los jóvenes, para luchar contra la maldita secularización. Para esos obispos, todos los males de la Iglesia chilena se deben a ese proceso cultural.
Un gigantesco, monumental, histórico error de diagnóstico se estaba alojando en esa convicción. Muy a menudo, un error de diagnóstico encubre una obsesión, palabra vecina de obcecación. Un providencialista diría que el Señor escribe sobre renglones torcidos; un freudiano, que el inconsciente era empujado por la culpa. Como quiera que se mire, la gira fue organizada considerando como riesgo principal la situación de La Araucanía, sobre todo después de que la Secretaría de Estado vaticana sugiriera que no habría referencias a la demanda de Bolivia por salida soberana al mar. El problema, entonces, se focalizaría en asegurar que la presencia de Francisco en Temuco no fuese perturbada por el radicalismo mapuche. Y el resto, logística y producción, coser y cantar.
Nadie tomó en cuenta la situación de Osorno. Nadie recordó a las víctimas de la parroquia El Bosque. Nadie sopesó con seriedad las más de 100 denuncias registradas por el mismo Vaticano. Y como nadie consideró estas cosas, el obispo Juan Barros se puso en las fotos, el Papa fue emplazado unas pocas veces y las grandes explanadas quedaron medio vacías.
Lo que ha venido después ya se sabe, pero no se esperaba. Por lo menos, no se esperaba la bárbara carta de 10 carillas que el Papa envió a cada uno de los obispos chilenos antes de iniciar las conversaciones de esta semana. Todo el formato, en realidad, ha sido bárbaro: citación más que invitación, ausencia de ceremonias y honores, carta para pautear el diálogo, una admonición tras otra. Que la totalidad de los obispos haya decidido presentar sus renuncias no es un gran gesto, sino casi el único resultado posible de la punición papal. Ninguna Conferencia Episcopal había sido tratada antes con tanta severidad.
La carta representa la lectura que Francisco hizo del informe que le entregaron el arzobispo Charles Scicluna y el sacerdote Jordi Bertomeu. Su diagnóstico es más incisivo y astuto que el que tuvo la Conferencia Episcopal, que en los últimos 30 años no ha sido capaz de verse como lo que ha sido: una élite clericalista -usando los términos del Papa- para la que el número de nuevos curas que producía un abusador había terminado por ser más importante que su aberración. Una élite que se confirmaba y recreaba con las otras élites, sobre todo las del dinero y de las clases altas.
Que la totalidad de los obispos haya decidido presentar sus renuncias no es un gran gesto, sino casi el único resultado posible de la punición papal. Ninguna Conferencia Episcopal había sido tratada antes con tanta severidad.
¿Por cuántos años se le advirtió a esa élite que su obsesión con la moral sexual, su abandono de la agenda social, su ausencia en los sufrimientos populares, estaban creando un abismo bajo sus propios pies? ¿Cuántos años de sacerdotes se desperdiciaron en estas décadas de marfil? Tenía que ser la misma moralina sexual la que reventara sobre esa élite, como el monstruo de la culpa agazapado en la mala conciencia. Y cuando eso ocurrió, la institución reaccionó con un repertorio de formalidades negacionistas que no se explican más que por las personas que la dirigían en esos precisos momentos, porque la Iglesia chilena ya ha sabido de estos casos hace mucho tiempo: una congregación fue expulsada de Chile con acusaciones de pedofilia… ¡En 1905!
La carta del Papa es inequívocamente personal. Tiene su estilo, su enfoque, incluso sus giros dialectales. Es la carta de un Papa que conoce de cerca la historia de la Iglesia chilena y que siente la autoridad para recordársela a unos obispos (no todos, por supuesto: no todos) que parecen haberla olvidado. Su segunda parte, que lleva por subtítulo la segunda parte de la invocación del apóstol Juan –"y que yo disminuya"- se detiene en una interpretación de la evolución que llevó a la Iglesia chilena "a ocuparse de sí misma", centrada en la "psicología de la élite". Ocupa las notas de pie de página para reseñar ciertos elementos del informe Scicluna que le produjeron "perplejidad y vergüenza". Y deja ver, sin disimulo, el enojo de quien se siente traicionado por la información que recibió y en la que fundó sus opiniones previas.
En una desgraciada coincidencia, el cardenal emérito Francisco Javier Errázuriz entregó en las horas previas al encuentro con el Papa un informe sobre las gestiones que hizo en el caso Karadima. La desgracia consiste en que su texto coincide paso por paso con lo que Francisco llama "la tentación de salvarnos a nosotros mismos": el cardenal asume como única falta no haber atendido personalmente a los denunciantes. Por insistir en esta línea de defensa, Errázuriz se ha convertido en la representación de la Iglesia de élite, autoritaria y procedimentalista, el pastor que desatiende a sus ovejas y que, en el caso Karadima, es al menos culpable por omisión. El cardenal Ezzati queda ahora, en la hora de su retiro, como el prelado que nunca pudo liberarse de la sombra de su antecesor.
Muchos de los laicos que se embarcaron en la tarea de exigir justicia están ahora a la espera de las decisiones siguientes, todavía con alguna carga de escepticismo. Para ellos, el camino ha sido exageradamente largo y en cada momento han visto o creído ver la tentación de la institución de evitar las sanciones verdaderas.
Todo indica que esta vez no es posible.