Maurizio Ferraris, filósofo italiano: Escudriñando la verdad

Ferraris
Alumno "rebelde" de Gianni Vattimo y discípulo de Jacques Derrida, el filósofo italiano es académico de la Universidad de Turín.

“Si la verdad hubiera muerto, todo sería posible”, plantea el autor de Posverdad y otros enigmas al discurrir por los cruces entre la democracia, la ciencia y lo cierto.


A lo largo de los años 80, cientos de miles de radioescuchas chilenos, en su gran mayoría opositores al régimen de Augusto Pinochet, siguieron cada mañana las alternativas del Diario de Cooperativa. Eso sí, antes de que asomara la voz de Sergio Campos y la característica cortina musical, una voz radial muy solemne advertía: “Usted tiene derecho a saber la verdad… y la verdad está en los hechos”.

Por entonces, la afirmación tenía todo el sentido y toda la coherencia imaginables: hay una realidad observable y hay métodos de verificación para establecer si lo que se afirma acerca de esa realidad es verdadero o es falso, cuestión válida a nivel de la calle y de los recintos universitarios, por lo demás guaripolas y custodios del método científico.

Sin embargo, en esa misma época, en ciertos núcleos académicos de EE.UU. y Europa hacía nata el cuestionamiento escéptico del conocimiento tal como lo conocíamos. Algunos de estos cuestionadores se llamaban a sí mismos -o fueron llamados por otros- posmodernos: dijeron que lo que sabemos de la realidad no son más que relatos, ninguno intrínsecamente más válido que otro; que en el conocimiento no hay tales cosas como la autoridad o la objetividad; que el lenguaje crea, literalmente, la realidad (una de sus consignas más populares hasta hoy); que la ciencia es una práctica social como tantas otras, y que, como no tenemos acceso a la realidad, no hay hechos, sólo interpretaciones, y lo que llamamos “verdad” es una cuestión de perspectiva.

Décadas más tarde, cierto sentido común parece haber hecho suya la noción de que cada quien tiene “su verdad”. Y las que en otra época se conocieron como mentiras de la política, fueron reivindicadas y rebautizadas por la administración Trump. Les llamaron, sin la menor vergüenza, “verdades alternativas”. O verdades, a secas, aunque daba un poco lo mismo.

Parte de lo anterior forma parte de las investigaciones y las reflexiones de Maurizio Ferraris (Turín, 1956). Alumno “rebelde” de Gianni Vattimo y discípulo de Jacques Derrida, presidente del LabOnt (Laboratorio para la Ontología) de la Universidad de Turín, es autor de una cincuentena de libros, entre ellos Introducción al Nuevo Realismo (2014) y La imbecilidad es una cosa seria (2018). Y en su producción editorial reciente despuntan Metafísica de la web (2020) y Posverdad y otros enigmas (2019), libro este último en el que afirma que es “difícil no ver en la posverdad el resultado de un filón conservador que ha encontrado en lo posmoderno su legitimación filosófica y en el populismo, su difusión política”. Ahora, a la distancia y por escrito, Ferraris contesta las preguntas de La Tercera.

¿Cuál diría que es hoy el estatus de la verdad?

En la Academia esa era una pregunta comprensible, y parecía justo argumentar que quienes son llamados locos en una época, se consideran inspirados por los dioses en otra. O que la verdad no es más que una antigua mentira que ha terminado olvidando su propio origen, o que no hay hechos, sólo interpretaciones. Pero los mismos académicos que adelantan estas advertencias críticas contra un concepto ingenuo de la verdad saben muy bien que hay criterios de objetividad. Y quienes dicen que no hay hechos, sino interpretaciones, no dudarían en demandar a un colega que gana un puesto académico compitiendo con un libro que es un plagio.

El mundo extraacadémico es diferente. Por un lado, hay estándares de verdad más laxos, precisamente porque no se es profesional de la verdad, por lo que es más fácil, por ejemplo, incurrir en falacias de razonamiento. Pensemos en una idea que circuló al inicio de la propagación del virus: que este era un resultado de la globalización, como si no hubiera habido epidemias mucho más mortíferas antes de la globalización, y sobre todo como si impedir la globalización, transformando por ejemplo la Tierra de redonda a plana, pudiera ser la profilaxis adecuada contra el Covid-19.

Ahora bien, es cierto que estas ideas circulan incluso en los círculos académicos, pero siempre habrá alguien que objetará “¿qué estás diciendo? ¿Te parece que ese es un razonamiento adecuado?”. En cambio, en el mare magnum de la web es más fácil crear una cámara de eco que reúna a todos los que están convencidos de que el virus ha surgido a causa de la globalización, y nadie los refutará.

Por otro lado, agrega Ferraris, “hay en juego intereses mucho más fuertes. Aunque afortunadamente Italia no ha tenido desde el fascismo un régimen autoritario como el de Pinochet, tuvimos un primer ministro, Berlusconi, que para alejar las sospechas de explotación de la prostitución y de abuso de menores, afirmó que una muchacha con la que había ejercido el comercio sexual debía ser liberada por la policía porque era sobrina del entonces Presidente egipcio [Hosni] Mubarak. Esta versión fue apoyada por una votación parlamentaria convocada en esencia para pronunciarse sobre si esta niña era sobrina de Mubarak. Y como Berlusconi tenía la mayoría, resultó que era la sobrina de Mubarak, dándose así un ejemplo de establecimiento consensuado de la verdad que habría hecho las delicias de un posmoderno”.

La idea de que no podemos llegar a conocer la verdad es bastante antigua. ¿Cuál cree que ha sido el aporte de los filósofos del siglo XX a este respecto?

Desde el punto de vista teórico, los filósofos del siglo XX han añadido muy poco, salvo la idea de que la dificultad o imposibilidad de acceder a la verdad no es una limitación cognitiva, sino una posibilidad política de emancipación. Pero algo así ya existía en Nietzsche. Las novedades no provienen de la filosofía, sino de la tecnología y de la sociedad.

En el siglo XIX, las ideas generadas en la universidad permanecían en la universidad, a la que, por lo demás, acudían muy pocas personas, en un mundo compuesto mayoritariamente por analfabetos. El hecho, encomiable en sí mismo, de que hoy el mundo esté ampliamente alfabetizado, de que se haya ampliado el acceso a la universidad y al conocimiento, y de que existan sistemas técnicos de difusión de las opiniones accesibles a cualquiera, ha producido que las ideas de las élites, minoritarias e inofensivas, se hayan convertido en mayoritarias y perjudiciales.

Kellyanne Conway, la asesora de Trump que hizo famosas las “verdades alternativas”, seguramente había escuchado alguna charla foucaultiana-nietzscheana en la universidad. El problema se da cuando esto se convirtió en un arma, no en manos de un profesor impotente y socialmente irrelevante, sino del Presidente de Estados Unidos, que lo tuiteó y lo retuiteó a sus seguidores hasta convencerlos de la verdad alternativa, según la cual le habían robado la reelección. Y es obviamente en este nivel donde surgen los problemas graves.

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En Posverdad y otros enigmas usted afirma: “La democracia en la que se admitiera como verdadera, por respeto a los convencimientos individuales, la teoría según la cual las vacunas causan autismo, no sería una democracia”. ¿Qué vínculo establece entre democracia, ciencia y verdad?

Una monarquía absoluta es la que afirma que el rey gobierna por derecho divino, y el primer paso de una democracia consiste en decir que el derecho divino no existe, porque no consta que Dios se haya expresado en los asuntos temporales, y la sangre del rey es roja, como la de todos los demás. Este primer paso consiste, pues, en decir que hay algo verdadero (todos los humanos tienen sangre roja) y algo falso (el derecho divino no existe). Y la amenaza a la democracia, que siempre es posible, consiste en decir, por ejemplo, que una conocida de Berlusconi es sobrina de Mubarak, aunque sea falso.

La idea de minimizar la importancia de la verdad en el acontecer suena brillante (¿qué tiene que ver 2 + 2 = 4 con la democracia?), pero no nos lleva muy lejos, porque si 2 + 2 no son necesariamente 4, sino, a voluntad, 3 o 5, podrías concluir que Trump no se equivocó al afirmar que le robaron la victoria. Iván Karamazov dice [en Los hermanos Karamazov, de Dostoievski]: “Si Dios está muerto, todo es posible”. Y esa es una afirmación descaradamente falsa: los pactos se cumplen en un país predominantemente ateo, como el Reino Unido, y en uno predominantemente religioso, como Estados Unidos. Pero si la verdad hubiera muerto, entonces todo sería posible y, por ejemplo, yo podría decir sin problemas que Polonia invadió Alemania en 1939, y nadie podría objetarlo.

¿Cómo evalúa el avance de las “verdades alternativas” y de la posverdad tras el inicio de las vacunaciones contra el Covid-19?

Me parece un fenómeno secundario que, como siempre, resulta de la conspiración y del deseo, humano pero ruinoso, de tener razón y de saber más que los demás, de conocer el trasfondo de las cosas, etc. Personalmente, creo que es más significativo que, apenas asomó el virus, se haya empezado a buscar la vacuna (y una vacuna eficaz, no una vacuna alternativa), y al menos en Italia, los no-vax hayan dejado de pontificar, aunque sé que en otros lugares las cosas han sido diferentes.

En un parafraseo irónico de quienes sostienen la posverdad, usted escribe: “Tenemos que decirle adiós al culto, al fin y al cabo supersticioso, a la verdad, y verla como un oropel superfluo, como una palmada en la espalda que se le diera a una proposición, y tratar de promover el diálogo y el acuerdo social”…

La comparación entre la palmada en la espalda y la verdad, que parece irónica, ha sido tomada de forma no irónica, sino sólo para generar una imagen expresiva, de [Richard] Rorty en su diálogo con Pascal Egel (À quoi bon la vérité, 2005).

¿Qué compatibilidad o qué incompatibilidad advierte entre la verdad y la justicia social?

Más arriba dije ya algo sobre la incompatibilidad entre el relativismo y la justicia social, pero el punto merece ser retomado. Supongamos que diseño un sistema de bienestar, con intervenciones en apoyo de los más necesitados. Pero si, considerando que no hay hechos, sólo interpretaciones, intervengo a favor de los más ricos, mi acción política difícilmente podría estar marcada por la justicia.

Incluso, las iniciativas que deliberadamente, y con razón, se comprometieron con la coexistencia y la reconciliación, como la Comisión de la Verdad y la Reconciliación creada en Sudáfrica, no pudieron prescindir de la verdad para lograr la reconciliación. Tomando un ejemplo hipotético, ¿es imaginable que una reconciliación entre Alemania e Israel razonara así: “La mejor manera de reconciliarse con los israelíes es ignorar el Holocausto, para que no tengan nada que reprocharnos”?

No se puede ser ni solidario ni justo sin la verdad, teniendo ahí presente que la historia y la geografía están llenas de sociedades solidarias, pero no justas: la solidaridad entre aristócratas para mantener la esclavitud (la historia estadounidense sabe algo de ello), la solidaridad entre mafiosos (la historia italiana sabe algo de ello, pero también la de EE.UU., pues la mafia es una mercancía que se exporta). O el Tribunal del Pueblo llamado a juzgar, no en nombre de la verdad, sino de la solidaridad nacional, a los responsables, reales y sobre todo presuntos (¿qué importa, si no hay hechos, sólo interpretaciones?) del intento de asesinato de Hitler, en julio de 1944.

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