Durante el segundo día de su gira por Sudáfrica, Theresa May, la primera ministra británica, visitó la celda en la que estuvo recluido Nelson Mandela durante 18 años. Luego de eso, May fue entrevistada para un noticiero inglés. El periodista le preguntó qué había hecho ella para que el gobierno sudafricano de los años 80 liberara a Mandela. El reportero fue claro: "¿Usted hizo algo?" Ella contestó incómoda: "Bueno, usted sabe que yo no participo en protestas".
Theresa May no es sudafricana, ni era parlamentaria cuando el apartheid estaba vigente. Era, eso sí, una militante que trabajaba en los círculos políticos conservadores cuando Margaret Thatcher estaba en el poder. El Reino Unido era y es una potencia con estrechos vínculos culturales y comerciales con Sudáfrica. Eso bastaba para que las preguntas del periodista cobraran sentido: May debía dar cuenta de su rol en la historia frente a un régimen vergonzoso. Aunque nunca respondió directamente, ella no escabulló las preguntas, podría haberse refugiado en el contexto, pero no lo hizo. Respondió diplomáticamente con un gesto de incomodidad y tal vez de vergüenza. Sencillamente no había hecho nada contra el apartheid.
Hace muy poco supe la razón por la que todos parecían conocer el modelo de aviones que bombardeó La Moneda la mañana del 11 de septiembre de 1973. Lo leí en la novela de un amigo que tiene como tema los desastres naturales, políticos y la oscuridad que ronda la muerte. Leyendo su libro supe que meses antes del golpe se había difundido la compra de los Hawker Hunter como un logro modernizador de la Fuerza Aérea. Los aviones caza habían aparecido en la prensa escrita y en la televisión. Defenderían al país de los eventuales enemigos. Como nací después del golpe, no conocía ese detalle y siempre me pareció curioso que la gente tuviera tan claro, con solo mirarlos, qué tipo de avión sobrevoló Santiago aquella mañana. Los Hawker Hunter pasarían a la historia como el acto inaugural del Golpe Militar; un estruendo sobre la capital que anunciaba, públicamente, el ascenso de una nueva voluntad. ¿Qué tan público fue lo que vino después de eso? ¿Qué tan visible fue el inicio de la represión? Todo indica que lo suficiente como para quienes estaban en las cercanías del poder militar, al menos sospecharan lo que estaba ocurriendo y no dejaría de ocurrir: los cuerpos flotando en el Mapocho, las filas de detenidos en el Estadio Nacional, las redadas en las poblaciones, el sonido de las balas en la noche, los militares entrando en los canales de televisión haciendo piras con las cintas de archivo, un helicóptero recorriendo Chile dando órdenes de ejecución a diestra y siniestra. Cuadros fugaces que los medios extranjeros recogieron y difundieron fuera de nuestras fronteras: soldados quemando libros, detenciones de civiles en plena Plaza Italia, una mezquina nota de prensa anunciando la muerte de Víctor Jara. Lo que durante los primeros meses debió ser un mosaico disperso, a medida que avanzaban los años formó un paisaje nítido difícil de evitar. La información existía. La burocracia del régimen reclutó personal y montó su propia industria de la represión con encargados de detener, secuestrar, torturar y desaparecer. No lo hicieron solo una vez, durante una temporada, sino durante años, más de una década, con montajes de prensa incluidos y bombazos en el extranjero. Mataron incluso en Washington y todo indica que asesinaron a un expresidente.
A partir de 1983 -10 años después del golpe-, cada protesta contra la dictadura tenía como consecuencia una cifra de muertos. Nada de eso pudo haberse mantenido en secreto para los civiles cercanos al régimen, porque involucró a muchísima gente -militares, policías, abogados, médicos, periodistas- y porque los medios de oposición y las organizaciones de derechos humanos lo dejaron registrado. Quien hubiera querido enterarse, lo podía haber hecho, a menos que estuviera secuestrado por su propia ideología, que a ratos podía parecer poco más que rabia mezclada con desprecio. Permanecer en la burbuja debió ser una tarea muy dura.
El retorno a la democracia significó un lento y dificultoso reconocimiento de lo evidente. La mesa de diálogo, los informes Rettig y Valech de un lado; los ejercicio de enlace y boinazos del otro. El rumor de los Hawker Hunter rondó los primeros años de la transición como un trauma amenazante, era el monstruo encerrado en el armario. El monstruo había mentido, traicionado, robado y asesinado, pero aun así había que mantenerlo a salvo de la justicia.
El sobrevuelo de los aviones caza sobre Santiago fue el prólogo de una historia que cumple 45 años y de la que aún faltan capítulos que contar. Uno de esos capítulos pendientes no tiene que ver con las víctimas de la dictadura, sino con una generación de políticos que colaboró con el régimen y que suele acudir al contexto para eludir una pregunta simple y directa, parecida a la que le formularon a Theresa May: ¿Usted qué hizo para evitar tanto abuso, tanto sufrimiento, tanta muerte?