El Papa Francisco leyó el informe encargado al obispo Charles Scicluna y decidió que debía pedir perdón. No aludió específicamente a las personas que ofrecía sus disculpas, pero es posible concluir -luego del mensaje dado a conocer por la Conferencia Episcopal esta semana- que sus palabras se refieren a los hombres y mujeres a quienes él mismo reprochó por hacer acusaciones graves contra un obispo sin contar con pruebas; personas a las que acusó de calumniar, a las que llamó mentirosas y tontas por dejarse manipular para quizás qué oscuros fines. Muchas personas que comparten su misma fe a las que ofendió y maltrató.
También es posible colegir del mensaje que el Papa Francisco solo tomó conciencia de su error luego de que su visita a nuestro país fuera evaluada mundialmente como un fracaso y que sus dichos fueran criticados ácidamente a través de los medios internacionales, incluso por sacerdotes católicos. Después que eso ocurrió, Francisco decidió enviar a Chile un investigador para indagar en denuncias que ya habían sido expuestas a los responsables de la Iglesia local, en varias oportunidades, es decir, asuntos que deberían estar disponibles para la más alta autoridad de una institución rígidamente jerárquica que hace de la obediencia una virtud. Es posible concluir, además, que la información recopilada por la justicia canónica sobre la conducta del sacerdote Fernando Karadima, documentación que los tribunales de la Iglesia consideraron lo suficientemente graves como para condenar a Karadima a una vida de "oración y penitencia" y a restringir sus labores como sacerdote, no eran suficiente para él. No contaban con los datos necesarios como para, por último, saludar con menos entusiasmo a los obispos que encubrieron los abusos sexuales ocurridos en El Bosque durante décadas. La otra explicación probable es que dentro del mismo Vaticano alguien no le facilitara al Papa Francisco esos expedientes o que simplemente no los hubiera leído, como tampoco debió hacerlo con la carta enviada en 2015 por Juan Carlos Cruz -una de las víctimas de Fernando Karadima-, en donde este le detallaba la manera en que el sacerdote Juan Barros encubrió sistemáticamente a Karadima, tal y como lo hacían otros sacerdotes que a pesar de todo ocupan cómodos sillones en el Episcopado local. Nada de esto debió haber tomado en cuenta Francisco. Lástima, se hubiera ahorrado el bochorno. Tampoco debió exponerse a los reportajes y notas de prensa escritas en su propia lengua y sólidamente respaldadas a las que es posible acceder, gracias a la tecnología, con solo escribir dos palabras en Google -"Fernando Karadima"- o seis -"Abusos sexuales en la Iglesia chilena"- si requería un panorama más amplio.
El papa Francisco ha dicho indirectamente que alguien le mintió. Que le hicieron ver las cosas de un modo diferente a los hechos puros y duros. ¿Quién habrá sido? Tal vez la misma persona que impulsó a Juan Pablo II a respaldar de modo insólito a un criminal pervertido como Marcial Maciel, pese a las pruebas que le llevaron con insistencia durante décadas para frenar sus delitos; la misma persona que tenía una estrecha amistad con Karadima, que fue nuncio apostólico en Santiago y que hoy ocupa un altísimo cargo en la Iglesia; es posible también que las versiones torcidas que lo confundieron surgieran de boca del mismo sacerdote a quien el propio Francisco reservó un lugar en la comisión que reformará la curia romana y que con una sonrisa burlona alguna vez dijo que los casos de abusos clericales eran irrelevantes, porque eran "poquitos". Tal vez quien le dio una imagen equivocada es el cardenal cuya congregación puso a dirigir un centro de atención de niños pobres en Puerto Montt a un sacerdote sobre el que pesaban graves acusaciones de abuso y que hace una semana tentó una figura literaria ridícula para manifestar su posición respecto de un proyecto de ley. A vuelo de pájaro, también podría haberle mentido el obispo que tuvo como vicario de educación de su diócesis a un cura que manoseaba monaguillos y los sometía a sus repulsivos deseos durante años, hasta que lo pillaron y decidió colgarse antes que enfrentar la justicia. Curiosamente, todos esos varones sobre los que recae la sospecha no solo le han dado un sello a su propia institución y los seguidores de ella, sino también han influido en la política nacional, frenando y cuestionando leyes, boicoteando políticas de salud pública, desmontando planes de educación sexual, difamando los proyectos de diversidad sexual y tratando como animales a personas solo porque exigen públicamente un derecho. Esos hombres cada vez que hablan dicen hacerlo con La Verdad, así en mayúsculas, invocándola como un ábrete sésamo que a pesar de todo surte efecto en las oficinas de legisladores y dirigentes políticos que hacen de la República un espacio para imponer sus creencias religiosas privadas.
El Papa pidió perdón y habló de pecados y pecadores, usando esa escurridiza gramática de la fe que evita decir las cosas como realmente son: un paisaje sembrado de delitos y criminales refugiados detrás del poder de una Iglesia y la prescripción de las fechorías pasadas; dijo, además -como suelen hacerlo los líderes religiosos cuando deben reconocer los espantos que respaldaron-, sentir dolor por las arbitrariedades cometidas por miembros de su institución, como si su dolor vicario sirviera de consuelo frente a la injusticia y el abuso, como si todo consistiera en ir repitiendo "lo siento" para que las cosas volvieran a su sitio. Por último, anunció que en mayo recibirá a las víctimas y a los obispos. ¿Para qué? Seguramente para contarles la misma historia que todos sabían, menos él.