Respecto de cada oficio, de cada disciplina, hay imágenes que definen el modo en que se los concibe, especialmente cuando no se sabe gran cosa acerca de ellos. En cuanto a la filosofía y a quienes la ejercen, las hay muy difundidas, como la de La escuela de Atenas (1510-12), el cuadro de Rafael Sanzio que decora el Palacio Apostólico del Vaticano y que va en la portada de introducciones a -e historias de- la filosofía, partiendo por la que publicó localmente Humberto Giannini.
Todo un set de emblemas de la sabiduría, de distintos momentos y lugares, se dan cita en la pintura: Heráclito, Sócrates, Hipatia y Pitágoras, entre varios otros (aparte de gente como Alejandro Magno y el propio Rafael). En medio de todos figuran Platón y Aristóteles, ambos de barba, como la mayoría de los presentes. Porque, en cierta imaginería que aún sobrevive, un filósofo (varón) tiene barba, deseablemente cana y suficientemente larga como para acariciarla mientras se formula alguna elaboración intelectual. Nunca había sido este el caso de Roberto Torretti (Santiago, 1930) en su larga vida de reflexiones, publicaciones y reconocimientos. Hasta ahora.
Sentado en casa frente a la cámara del computador, de polera negra y suspensores burdeos, el filósofo de la ciencia y autor de Manuel Kant echa un poco a la broma su debut tardío como filósofo barbón: “Aproveché de dejármela crecer por la cuarentena, que le permite a uno, sin que lo vean, que le vaya creciendo de a poco. Además, como soy un filósofo nonagenario… (ríe)”. Admite, eso sí y con un tono más serio, que la razón principal es otra: “Tengo problemas en los brazos, y este movimiento (desplaza el brazo derecho) me duele, y es indispensable para afeitarse”. En agosto del año pasado, Roberto Torretti sufrió un accidente que él mismo refiere: “Colapsé y estuve un mes paralítico, y después me he repuesto medianamente gracias a una operación y a tratamientos, pero prácticamente no salgo de la casa. Cuando me prohibieron salir del todo fue una tranquilidad, porque antes salía, un poco forzado, a hacer ejercicio, y ahora no salgo… Camino en la terraza de mi casa como un animal enjaulado, para no quedar paralítico de nuevo”.
Así, ya antes de la pandemia su vida tendía a la reclusión, siempre en compañía de Carla Cordua: la colega con la que ha publicado en conjunto, pese a que sus ámbitos filosóficos son distintos (Variedad en la razón, 1992; Perspectivas, 2017), y la mujer con la que lleva 67 años de matrimonio. La persona junto a quien recibió, ex aequo, el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales de 2011, que ha brindado “apoyo intelectual y moral” en su trabajo, y junto a quien enfrenta hoy momentos que considera “cuesta arriba”, pero que no lo amilanan completamente (y eso sería todo a este respecto, porque, como aclara el propio entrevistado, “ni Carla ni yo hablamos en entrevistas de nuestra vida privada”).
“Estoy jubilado total, y no sólo del empleo”, comenta. “Puedo hablar de cosas que he hecho en el pasado, pero mi presente es nulo: veo películas y oigo música. Estoy empezando a leer un tercer libro sobre China, cada uno más grueso que el anterior, para instruirme sobre lo que va a pasar en los próximos años en el mundo”. La idea es, dice, “hacer algo con la cabeza”: “Para postergar la demencia senil hago ejercicios como leer libros, y estuve haciendo lo de Tucídides antes de caer enfermo. Era una forma de hacer algo, ya que no podía seguir en la filosofía de la ciencia, en la física, que requieren mucha concentración”.
Cuando menciona al general ateniense, se refiere Torretti a las traducciones que ha hecho de distintos pasajes de la Historia de la Guerra del Peloponeso: en 2017, con el título Por la razón o la fuerza, se publicó localmente el diálogo entre los gobernantes de la isla de Melos y los embajadores atenienses, y hace sólo unos meses apareció Desastres de la guerra, donde se recuperan “La peste en Atenas”, “La estasis en Córcira” y “Los bárbaros en Micalesos”. Textos de tiempos lejanos que, sin embargo, se sienten a ratos muy próximos, si no contingentes.
En “La peste de Atenas” hay un pasaje que habla de personas que sobrevivieron a la enfermedad y que, “en la instantánea alegría excesiva, tenían la vacua esperanza de jamás ser destruidos por otra enfermedad en el tiempo venidero”. Pensando en los recontagios por Covid y otros temas de hoy, ¿qué le atrae de esta conexión con tiempos remotos o con la persistencia de ciertas conductas humanas?
Si no tuviéramos nada que ver con ellos (los antiguos), ni siquiera los entenderíamos. Si en vez de griegos fueran extraterrestres, no sabríamos siquiera lo que les preocupaba. Uno lee una tragedia griega y eso lo afecta, ¿verdad? Uno lee Edipo rey y queda electrizado.
¿Qué idea se hace de esas constantes?
Tucídides hablaba de la naturaleza humana. Yo, como soy posmoderno e historicista, me eduqué leyendo a Sartre, que niega que haya una naturaleza humana y piensa que todos nos hacemos de nuevo. Y el feminismo que fundó Simone de Beauvoir se basa en la idea de que el “segundo sexo” es una creación cultural y no algo de la naturaleza. De esas cosas he estado convencido toda la vida, pero así, bajo aprietos como estos, debo reconocer que hay constantes: por ejemplo, la historia de Edipo, que tras descubrir que se casó con su madre y que mató a su padre, se saca los ojos por el horror. No sé si un hombre moderno se sacaría los ojos, pero se horrorizaría igualmente por una situación así. Claro, hoy no creemos en estos destinos ni en los oráculos. No están en la cultura actual. Pero esa obra de teatro es muy impresionante, y no lo sería si no tuviéramos nada que ver con los griegos. Hoy sabemos que si tomamos agua que no es potable, nos da una infección intestinal. Los atenienses no lo sabían: se encerraron en su ciudad para evitar al ejército espartano y ahí, concentrados todos, bebían quizá qué agua, aguas servidas, y se infectaron, pero tanto ellos como nosotros nos infectamos. Es la naturaleza lo que lo explica, no la cultura.
Y las ideas de progreso que cultivó de joven, ¿cómo las ve hoy? ¿Dónde lo tienen?
Me tienen esperando la muerte muy tranquilo. Por mucho que el progreso técnico sea conspicuo –que estemos hablando por este medio (Zoom) es algo que en mi juventud ni siquiera se concebía–, no arregla las sociedades.
¿No puede evitar lo inevitable, dice usted?
No puede. Bueno, se podrá hacer algo. Se podrá tener un mejor sistema de pensiones, por ejemplo, si se ponen de acuerdo.
Decía Cicerón que filosofar es disponerse a la muerte, y para Montaigne toda la sabiduría y los razonamientos del mundo se concentran en un punto: enseñarnos a no tener miedo de morir. ¿Cómo lo ve?
No le temo a la muerte, y espero que sea un final definitivo, un sueño eterno y sin ensueños. Acabo de leer una entrevista con un físico, Carlo Rovelli, donde dice que a él le parecería espantosa la vida eterna, y me alegró ver que estamos de acuerdo en eso. Ahora, no he entendido la filosofía como una meditación sobre la muerte. Esa idea de Heidegger, que existir es ser hacia la muerte, tal vez sea cierta, pero no me obliga a estar pensando en ella. Se la tiene presente, claro. Cuando uno llega a los 90 años, no se hacen proyectos de vida que duren 10 años. No se me ocurriría aprender ruso, pero sí perfeccionar el griego, y lo habría seguido haciendo si no tuviera que tomar unas pastillas que me dan sueño. Lo de la actualidad de Tucídides corre también para la estasis… “Conflicto social” sería una buena traducción.
Usted mismo lo ha relacionado con el “estallido social”.
Es una estasis lo que hemos estado viviendo ahora, esta guerra entre el Parlamento y el Ejecutivo, esta falta total de acuerdo. Y lo que va a venir con la constituyente no sé en qué va a consistir. Vamos a ver cómo se maneja: si por la vía de los consensos o por la vía del conflicto abierto.
¿Tiene alguna expectativa?
Ninguna. Vamos a ver lo que pasa. Lo que pasó el domingo estuvo muy bien: el desarrollo de la elección, el que no hubiera mucha polarización entre las posiciones, porque una quedó eliminada por la otra. Pero hubo mucha gente que no votó. Yo no voté. No puedo salir, porque me caigo si ando por el pavimento, pero esa tarde había otras cinco personas en mi casa, y todas votaron por el Apruebo.
¿Cómo ha llevado el encierro?
He tratado de estar encerrado durante toda la vida. He tenido que salir porque he necesitado un sueldo para vivir, pero si no, habría vivido encerrado. Si hubiera sido rentista toda la vida, como soy ahora, con mi jubilación, no habría salido a ninguna parte. Tal vez de viaje, por curiosidad, pero ya no puedo viajar tampoco. O sea, salir a puro tomar aire, o a dar clases… aunque solía entusiasmarme mientras estaba dándolas, habría preferido no tener que darlas y vivir de una renta, entre libros y no con gente viva.
Filosofía, lenguaje, política
Se ha dicho que hacer filosofía es preguntar por lo extraordinario (Heidegger), “vivir voluntariamente en el hielo y la alta montaña” (Nietzsche), o bien “pensar la propia vida y vivir lo que se piensa” (André Comte-Sponville). Así como lo ve Roberto Torretti, desde la etimología del término, “filósofo es alguien que ama el saber, que es amigo de la verdad sobre todas las cosas, pero que no la posee. Ahora bien, tradicionalmente en español han llamado filósofo a quien tiene por lo menos alguna contribución que hacer a la filosofía”.
¿Y cuáles serían las contribuciones del propio Torretti? No faltan los académicos que se han pronunciado a este respecto (“siempre consigue introducir comentarios iluminadores y penetrantes, dentro de un estilo siempre claro y accesible”, escribió José Romo, por ejemplo, acerca de su libro De Eudoxo a Newton. Modelos matemáticos en la filosofía natural, 2007). Pero si él mismo es quien debe contestar, dice que, “en español, me clasifico como profesor (jubilado) de filosofía. Toca a otros determinar qué contribución he hecho a la disciplina, si es que he hecho alguna”.
Usted admira a Wittgenstein, quien decía “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Hoy es más bien habitual escuchar que el lenguaje “crea realidad”…
Yo creo que el lenguaje crea realidad, pero no cada vez que uno abre la boca, sino cuando se inventa una nueva manera de ver las cosas. Ahora, una nueva manera no quiere decir disfrazar de amistad el odio, o disfrazar de simpatía la indiferencia. Esas son mentiras, no más, no es reconfigurar la realidad. Reconfigurar la realidad es rechazar la idea de tiempo de Newton e inventar la idea de tiempo de Einstein.
¿Pero eso está en el lenguaje o está en otro lado?
Está en el lenguaje, porque es el lenguaje el que usa la palabra “tiempo” de otra manera. Podemos también decir que está en el pensamiento, pero ni Wittgenstein ni yo distinguimos mucho entre pensamiento y lenguaje.
¿Tiene algún tipo de relación con la religión?
Soy muy poco religioso, soy completamente naturalista. No digo materialista, porque los materialistas son bastante simplistas en su concepción de la conciencia. Pero mi idea de conciencia no tiene nada de sobrenatural; “inmaterial”, sí, pero no sobrenatural. A medida que he envejecido, soy cada vez menos religioso. Hasta los 20 años tenía mis raptos de religiosidad. Después, tenía mis momentos de recogimiento -a los 40, póngase usted-, pero después, cada vez menos.
¿Y hay algo que haya sustituido esos raptos?
No. He alcanzado una completa aceptación del sinsentido de todas las cosas. Lo cual no excluye nuestra capacidad de dar sentido y vivir de día en día, de año en año, con proyectos que para uno tienen sentido y también para la colectividad, porque somos un colectivo creador de sentido, sin necesidad de representaciones supersticiosas. Puede que sea un soporte de la inteligencia poco desarrollada el inventarse un respaldo mitológico, pero una humanidad madura ya no necesita de esos mitos.
¿Y por qué persisten tanto?
Bueno, porque la humanidad no está madura. Tal vez hay sectores que no madurarán nunca. Siempre habrá quien crea que la Virgen de Lo Vásquez le puede curar una enfermedad.
Vivimos tiempos en que nos inclinamos a señalar las virtudes propias y ajenas, o a indignarnos moralmente por ciertos dichos o conductas. ¿Es algo que llame su atención?
No me llama la atención, pero lo considero puro fariseísmo. Los fariseos se indignaban por la falta de virtud de los que no eran fariseos: qué bueno que no soy como ese publicano [cobrador de impuestos en la Roma antigua], qué bueno que no soy como ese carabinero que botó a un niño del puente.
Instalarse en un lugar de superioridad…
Es una tendencia natural, sobre todo de la gente irreflexiva. Siempre he sido un inmoralista, para usar la palabra de André Gide. Y en parte, mi elección del “diálogo melio” (en Por la razón o la fuerza) tiene que ver con eso: admiro ese diálogo, porque allí los atenienses se ponen por encima del bien y del mal con sus tres mil soldados. Pretender que uno es moralmente superior a otro es una de las formas de vanidad más extremas que se pueden tener. Creo mucho más legítimo y más verdadero pensar que uno es un pecador, aunque obsesionarse con sentimientos de culpa, que es algo muy cristiano, no es algo que yo propicie ni que haya practicado.
Y si no es la una ni la otra, ¿cuál diría que ha sido su actitud?
Bueno, Nietzsche escribió un libro que se llama Más allá del bien y del mal. Lo leí a los 18 años, y quedé electrizado. Y lo volví a leer varias veces. Más allá del bien y del mal… (ríe). Por lo menos esa es mi posición ética. Ahora, uno nunca está enteramente más allá del bien y del mal: está más allá del bien y del mal convencionales, pero uno siempre trata de ser mejor que sí mismo. En ese sentido, hay cosas que condenaría en mí mismo, pero condenar a otros… Yo no condeno a nadie, ni siquiera a Pinochet. A propósito de Nietzsche, él decía que el filósofo no tiene nada que hacer con la política. Que debe ponerse al margen.
¿Ha sido un poco nietzscheano en ese sentido?
Siempre me he interesado en la política como tema, pero nunca he militado en un partido. He votado por Bachelet, pero en la última elección presidencial no voté. No iba a votar por Guillier, que me parecía grotesco, y felizmente así le pareció a la mayor parte de la gente, aunque la alternativa no era buena. Guillier dijo una vez que las isapres hacían su negocio a base de que la gente se enfermara: se enfermaba una persona, ganaba plata la isapre. Ese era su grado de información sobre el funcionamiento de las compañías de seguros.