Aveces pareciera que la gran paradoja política del llamado progresismo es que, mientras más Estado reclamaba a todo nivel, en definitiva más lo debilitaba. Con sus recetas hemos terminado aprendiendo que la hipertrofia finalmente no tiene nada que ver con la fuerza. Se puede ser muy grande, un monstruo en dimensiones, y ser al mismo tiempo muy débil.
El reducido margen de acción que en estos momentos tiene el Estado chileno para afrontar más compromisos -financiar más prestaciones en salud, más beneficios en educación, mejores sueldos para los gendarmes, mayores reajustes para el sector público, más policías para combatir la delincuencia y un listado tan respetable como interminable de necesidades insatisfechas- describe de partida una realidad y deja instaladas dos lecciones. La primera es la del tango: que el que no llora, no mama. La segunda está conectada a la idea de que, mientras antes te pongas a la cola de las presiones y ultimátums, antes también te llegará algo de lo que estás pidiendo, razón por la cual, bueno, más vale que te apures.
El Estado chico y austero de otras épocas ha dado paso a una realidad muy distinta. Las antiguas brechas entre el nivel de remuneraciones del sector público y el privado se han estado acortando e incluso en algunos estamentos el cuadro se revirtió por completo. Es cierto que Chile aún no tiene los problemas de sobredimensionamiento del sector público de otros países de la región, donde el peso del Estado simplemente impide el repunte de la economía y el despliegue de la sociedad, pero también lo es que si seguimos aumentando el gasto público a la velocidad en que lo hemos hecho en los últimos años vamos a estar muy luego en esos mismos problemas. El pilar solidario en pensiones, la gratuidad en la educación universitaria, las prestaciones universales en salud, ahora el mejoramiento de las pensiones más bajas ancladas a la reforma previsional que aumentará en 50% los compromisos del Estado en este frente, bien pueden ser estupendas iniciativas. Pero si alguien piensa que son gratis se está equivocando medio a medio.
La gran duda que dejan los arreglos económicos conseguidos en democracia bajo presión -presiones laborales, presiones políticas, presiones de sectores específicos comprometidos- es si están alineados o no con el bien común. Eso no es tan fácil determinarlo y en esa dificultad a menudo se esconden injusticias. ¿Por qué los estudiantes universitarios sí y los niños pobres no? ¿Por qué los pacientes de enfermedades catastróficas sí y, en cambio, no los que llevan años en una lista de espera por prestaciones muy sencillas? ¿Por qué estos sí y estos otros no? ¿Cómo califican los viejos, los presos, los indigentes, los cesantes, los discapacitados, la infancia abandonada, las mujeres jefas de hogar en estado de pobreza, los jóvenes sin educación y sin trabajo?
A las dos fuentes tradicionales de presión sobre el gasto público -una conectada a la captura de las rentas fiscales por parte de los empleados públicos y otra a la idea de los derechos sociales que el estado de bienestar debería financiar, y que es la que inspiró el programa de gratuidad de la educación superior del gobierno anterior- se han agregado otras. Ahora, casi no pasa semana sin que el Poder Judicial descuadre las cifras. No han sido ni serán días plácidos los del Consejo de Defensa del Estado, que es la repartición que se encarga de defender el interés fiscal en tribunales. Numerosos fallos están obligando al Estado al pago de indemnizaciones millonarias, o a la adquisición de fármacos carísimos para padres de familia que desde luego los exigen con desesperación para sus hijos, o a la contratación indefinida de plantas completas de personal que iban a ser transitorias, o a olvidarse de los estatutos que distinguían entre funcionarios de planta y empleados que trabajan a contrata o bajo el régimen de honorarios. ¿Es el festín de la igualdad o la venganza de la judicatura?
La primera pregunta asociada a estos desbordes es hasta dónde aguanta el elástico; desde luego, no son los jueces, sino los políticos, que son los que aprueban las políticas públicas, los llamados a responderla. La segunda es dónde queda el bien común, puesto que, entre tanto tira y afloja y tanto particularismo, hay razones objetivas para temer que la mirada general y la ecuanimidad, la prudencia y la igualdad de acceso a los beneficios sociales, hayan pasado a pérdida. Dan ganas de preguntar en qué momento se desfiguró tanto el contrato social.
Por supuesto que es diferente el efecto de un Estado caro pero eficiente en un país que crece en comparación al de ese mismo Estado caro pero ineficiente en un país que esté estancado. Por eso, entre otras razones, la apuesta de Piñera en la economía es tan ambiciosa. Pero esa esta es solo una de las variables; la otra tiene que ver con la eficiencia. Sí sabemos que, ante el escepticismo de la oposición, el Presidente cree que con crecimiento no debiéramos tener problemas en generar las holguras suficientes para cubrir los 3.500 millones de dólares al año que costará su reforma previsional cuando esté en régimen. Sin embargo, si eso no ocurre, ciertamente vamos a estar ante un problema mayor.
En momentos en que venimos de un gobierno que tuvo mucha imaginación para gastar y ninguna para ahorrar -un gobierno que en sus últimas semanas no hizo otra cosa que apitutar a incondicionales suyos para complicar todavía más el manejo de las cuentas fiscales-, en momentos en que hoy cualquier gremio estatal está en condiciones de chantajear al país con paros y medidas de fuerza que quedan en la más completa impunidad, y cuando el negocio de demandar al Estado parece estar siendo más exitoso que nunca, por favor, alguien debería empezar a cuantificar lo que van a significar estas prácticas y experiencias. Más que eso: alguien debería empezar a explicar que esta es la mejor vía no para fortalecer el aparato público, sino precisamente para arruinarlo y degradarlo.R