Es una realidad a la cual pareciera que todavía no le hemos tomado muy bien el peso. El millón de inmigrantes que según las autoridades se radicó en Chile en los últimos años es un dato que cambiará no solo la composición demográfica del país sino también algunas de las ideas que tenemos sobre nosotros mismos como sociedad. Es verdad que Chile siempre acogió a inmigrantes y que hay aquí colonias de sangre muy asentadas y que son poderosas. Pero un fenómeno como el que ha tenido lugar en los últimos años en verdad rompe -por su amplitud y por la fuerza de su irrupción- con todos los precedentes que teníamos. A lo mejor que el 4 o el 5% de la población venga de afuera no es un hecho que altere gran cosa la vida en los países desarrollados. Para Chile, sin embargo, eso es mucho o al menos describe una realidad que nunca antes habíamos conocido. Nadie sabe a ciencia cierta de qué manera esto nos va a afectar y en qué forma concreta operarán los mecanismos de adaptación, tanto de los inmigrantes a nosotros como de nosotros a ellos. Con todo, es ilusorio pensar que aquí todo seguirá igual y que vamos a seguir siendo los mismos que éramos o que creíamos ser. Basta salir a la calle para comprobar que el paisaje cambió.

Tal como respecto de muchas otras incógnitas del futuro, la verdad es que estamos a oscuras. El optimismo y los horizontes que Chile tiene por delante entregan buenas razones para mirar con absoluta confianza lo que saldrá de aquí. Los resultados, sin embargo, no están asegurados. Ni siquiera sabemos si son comparables los fenómenos migratorios del pasado con los actuales. En otro tiempo, sea en el siglo XIX o a comienzos del XX, emigrar a este rincón del planeta, era en la práctica una decisión irrevocable y un viaje sin retorno. Ahora, en este mundo tan interconectado por los celulares, el wi-fi o los vuelos de bajo costo, las cosas obviamente son distintas y estas decisiones pueden revertirse. Hay estudios que indican que gran parte de los nuevos inmigrantes viene con la idea de quedarse solo un tiempo en Chile y de poder regresar luego, tras conseguir mayores estándares de bienestar personal o de que la situación de sus países de origen mejore y se estabilice. Sin embargo, una cosa son las expectativas y otra las circunstancias de la vida laboral, afectiva y familiar que harán aquí. Eso envuelve conjeturas que ciertamente nadie puede ahora despejar.

Lo concreto -por llevar las cosas un poco lejos- es que lo que el historiador Mario Góngora definía como identidad nacional, y que estaba asociado a la experiencia bélica de la sociedad chilena con las guerras del siglo XIX, a la idea del Estado nacional y al imaginario del Valle Central, concepto que ya la modernización capitalista había puesto contra las cuerdas, terminará haciendo agua por todos lados frente a la realidad de un país mucho más diverso en colores, en ancestros culturales, en dinámicas demográficas y en proyectos de personas y grupos. Es la hora final del Chile insular. Bienvenidos a la aldea global.

Hoy está más claro que nunca que nadie tiene la llave mágica para manejar el tema de las migraciones. Ni siquiera los organismos internacionales que intentan dirigir el tráfico. Trump le debe su victoria en gran parte a los temores y rechazos asociados al fenómeno. Por otro lado, a raíz de la presión de los países del norte de África, del Medio Oriente y especialmente de Siria, en Europa prácticamente se hizo trizas la teoría del multiculturalismo -la tesis de la comunión de todas las culturas en la concordia celestial del Estado de bienestar- y actualmente el Viejo Mundo está con la conciencia dividida entre el humanitarismo de izquierda o de centro y los partidos xenófobos de derecha, varios de los cuales se han convertido en máquinas electorales ganadoras. Entró en crisis el modelo inglés de asimilación, que respetaba la autonomía e identidad de las comunidades, y también el modelo francés, que forzaba un poco la adhesión de los migrantes a los valores fundamentales de la República laica, racionalista, socialdemócrata y liberal. De hecho, ni uno ni otro esquema fueron inmunes al yihadismo, tanto en su proyección a colectivos radicalizados como a la acción de llaneros justicieros y solitarios que, aparte de resentimiento, también tienen carta de ciudadanía comunitaria. Así las cosas, la controversia de la inmigración amenaza con quebrar uno de los grandes ejes del proyecto político europeo.

Esa dimensión del problema, afortunadamente, no está presente en Chile ni en América Latina. Sin embargo, esto no nos exime de los malestares y conflictos consustanciales a todo fenómeno migratorio. La voluntad del gobierno con la nueva ley de migración es actualizar un poco la normativa vigente, sobre todo en lo que respeta a la puerta de entrada. Pero esta, por importante que sea, solo una de las dimensiones del asunto, que en su conjunto interpela no solo al Estado sino a toda la sociedad y que cubre disyuntivas culturales mucho más serias y profundas.

La derecha tendrá que ponerse algo más imaginativa en este ámbito. En parte porque es gracias a la apertura económica que el sector empujó y gracias también al éxito del modelo que hoy el país está afrontando esta nueva realidad. La izquierda chilena siempre tuvo un cumplido discurso internacionalista pero en los hechos su único contacto con el internacionalismo fueron los congresos en La Habana y los cocteles de la Cepal. El viejo Chile insular, el país de los tres tercios, era muy poco estimulante para los extranjeros y estuvo asociado a permanentes fugas: fuga de cerebros, fuga de divisas, fuga de innovadores….Esos temas ya no están en el radar, aunque vaya que costó que salieran. Ahora estamos en otra y es una ironía del destino que el tema emplace con cierto dramatismo precisamente a este gobierno y al sector político que más cobijo dio al nacionalismo duro y desconfiado de las disociaciones de la modernidad. En esto la derecha, con todo lo plural que se haya vuelto, tiene un tema no resuelto y la pregunta es si dejará que las cosas se resuelvan solas -que es su gran tentación desde don Ramón Barros Luco en adelante- o asumirá que el Estado no puede ni debiera desentenderse de la cocción que está en curso.