Se puede hacer comedia sobre el abuso. Lo importante es hacerlo con sentido. Una vez me tocó ir a una graduación de clases sobre stand up. Uno de los graduados hizo una dinámica sobre abuso sexual infantil. Me acerqué al final y le dije que era una sobreviviente. Puso cara de pánico y me quería pedir perdón. Le dije que había encontrado brillante su rutina. El punto era hacer una crítica social. Hacernos cargo y apelar a la cordura.
Una meta para este año es aprender a tocar guitarra eléctrica. Me encanta la música, el hip hop y el funk. Soy una gran fanática de REM. Le pedí a un yerno y otro amigo que me recomienden una guitarra buena, bonita y barata.
No siento que la vida me deba algo. Claro que habría preferido crecer sin abuso, pero no siento que haya una deuda. Agradezco el camino que me ha hecho ser quien soy. Es súper peligroso pensar así. Que porque viviste un abuso eres un héroe o un santo. No quiero inmunidad.
El ballet siempre ha sido mi refugio. Partió cuando vi El lago de los cisnes, a los cuatro años. Mi mayor sueño era ser bailarina. Eso que era tan hermoso, sin querer, se convirtió en un espacio de reparación y reconstrucción. El abuso era un robo al cuerpo. Y, al mismo tiempo, el ballet fue un agasajo y una ofrenda en ese mismo territorio. Desde chiquitita podía, al menos en ese espacio, mandar y gobernar mi cuerpo.
A mi hija una vez le dijeron: tu mamá se ve bastante normal. ¿Y qué esperaban? Al principio eran normales ese tipo de comentarios. Hay una expectativa de ver una mayor fragilidad de lo que soy.
Nunca pensé en tener hijos. No formaba parte de mis planes. Sentía que no tenía ninguna herramienta ni referentes. Con la mayor hemos vivido momentos dolorosos, impuestos por las circunstancias, que sorteamos con mucho amor y alegría. La admiro. Y con la menor vivo en un estado de constante asombro. Nos llevamos muy bien.
En la adolescencia me alejé de la religión. Vengo de una familia católica. Para la Primera Comunión nos pasaron el mandamiento de no fornicar. Con eso vino un quiebre. Después no me podía confesar. El sacerdote era amigo de la familia y todo el barrio lo conocía. Me sentí tan ajena, sucia y pecadora. Dije: acá están los puros y acá estoy yo. Fue una relación que se convirtió en algo cada vez más crítico.