El color del aire
Quienes demostraron por qué el cielo es azul y el atardecer despliega los colores que lo hacen una postal ineludible creían en cosas distintas: John Tyndall era ateo y John William Strutt era cristiano, pero ambos miraron hacia arriba buscando lo mismo. <br>

Quizás sea la más básica de las preguntas que un ser humano invoca cuando se enfrenta a uno de los más inmediatos y simples fenómenos naturales: ¿Por qué el cielo es azul? Y ¿por qué despliega toda esa gama de colores al atardecer? No es mucho lo que necesitamos para disfrutar de este espectáculo y comenzar a preguntar. Basta con aire limpio, el sol, y un poco de tiempo para nosotros mismos. Pero es mucho más lo que necesitamos para responderlas: más de 200 años de física, experimentos sofisticados y la mente de un par de esmerados científicos que lucharon tenazmente en su búsqueda: John Tyndall y John William Strutt, tercer Barón de Rayleigh.
El sobrecogimiento ante el brillo azul del cielo gatilla cierta necesidad hacia lo sobrenatural. Allí arriba viven nuestros muertos y nuestros dioses. Es el símbolo más grande de lo desconocido. Es curioso, pues el físico que dio el primer paso hacia la comprensión de este fenómeno estaba lejos de la religiosidad. El irlandés John Tyndall fue uno de los miembros del mítico Club X, que operó en Londres durante la segunda mitad del siglo XIX. Se trataba de nueve distinguidos científicos que se juntaban a cenar los primeros jueves de cada mes, dada su común "devoción por la ciencia, pura y libre, desprovista de dogmas religiosos". El club era liderado por el biólogo inglés Thomas Henry Huxley, uno de los más férreos promotores de las ideas de Darwin, que aún experimentaban una violenta resistencia. Huxley fue quien en 1869 acuñó el término "agnosticismo".
Tyndall fue más lejos, y era un defensor acérrimo de la opción atea. Era el más respetado físico experimental de su generación. Sus investigaciones se enfocaron principalmente en el efecto de la luz sobre los gases atmosféricos. Fue el primero en demostrar en el laboratorio las ideas que Joseph Fourier había formulado 40 años antes: los gases de la atmósfera pueden atrapar el calor del sol. Este fenómeno, que más tarde se llamó "efecto invernadero", se produce porque el aire es muy transparente a la luz del sol, pero no tanto a la radiación infrarroja que la Tierra caliente devuelve al espacio. Tyndall mostró en cuidadosos experimentos que el vapor de agua absorbe eficientemente la radiación infrarroja, transformándola en calor. Así, era el principal gas de efecto invernadero de la atmósfera. El otro era el dióxido de carbono, que aunque sólo está presente en algunas partes por mil en el aire, juega un rol importante en el equilibrio térmico del planeta.
Hay algo en el aire
Los experimentos de Tyndall requerían despojar al aire que usaba de cualquier tipo de material particulado que lo contaminara. Observando estos contaminantes, Tyndall notó, en 1859, un fenómeno clave. Si las partículas en el gas son suficientemente grandes, y un rayo de luz blanca incide sobre éste, harán que la luz se disperse en todas direcciones. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, con la niebla, que es visible precisamente producto de este fenómeno. Si las partículas son suficientemente pequeñas, sin embargo, esto no ocurrirá de igual modo para los distintos componentes de la luz. Serán los componentes de longitud de onda más pequeña (violetas, azules y algunos verdes) los más dispersados, mientras los de longitudes de onda más grandes (amarillos, rojos) seguirán su camino en línea recta sin ser perturbados de modo importante. Así, el contaminante se hace visible en un resplandor azuloso. Esto puede observarse en el humo de un cigarrillo (en el que sale directamente de éste, no en aquel que sale de los pulmones del fumador, que vemos blanco debido a que las partículas de humo han crecido al condensarse agua sobre ellas). También puede verse si se agrega unas gotas de leche en un vaso de agua. Al iluminarlo lateralmente el agua se verá azulosa. Al mirar directamente la luz a través del vaso se verá más rojiza, porque que ha sido despojada de sus componentes azules.
Cuando el sol se está poniendo es el momento en que su luz hace el viaje más largo para llegar a nosotros. Sólo los colores más resistentes a ser dispersados (rojos y amarillos) llegan a nuestros ojos. Así vemos un sol anaranjado en nuestro atardecer.
Éste es justamente el fenómeno físico que nos brinda, en días despejados, un cielo azul. La luz del sol puede llegar indirectamente a nuestros ojos, al ser desviada por la atmósfera. Pero esto ocurre fundamentalmente para los componentes azules de la luz solar. Así, no importa la dirección que miremos al cielo, siempre nos encontraremos con luz del sol que fue desviada en la atmósfera para llegar a nuestros ojos. Y como ocurre principalmente para la luz azul, el cielo se ve celeste, que es una mezcla de todos los colores pero con predominancia del azul. Este fenómeno también es el que da el color azul a algunos ojos poco pigmentados, porque dentro del iris flotan pequeñas proteínas que dispersan la luz.
En la Luna no hay atmósfera, y por esta razón, en las fotos que conocemos de ella, el sol se ve blanco en un fondo completamente negro. Y claro. No hay aire que permita la dispersión de la luz a través de este "efecto Tyndall". Por lo mismo, el Sol resulta blanco, que es el color de la luz que emite cuando lo miramos sin una atmósfera que nos separe de él. En la Tierra, sin embargo, al igual que el caso de la luz que miramos a través del vaso con agua y leche, se ve más amarillento. Esto se hace más y más evidente en la medida que se acerca al horizonte. Cuando el Sol se está poniendo es el momento en que su luz hace el viaje más largo para llegar a nosotros. La tremenda columna de aire ha permitido que sólo los colores más resistentes a ser dispersados (rojos y amarillos) lleguen a nuestros ojos. Así vemos un sol anaranjado en nuestro atardecer.
El lord de la dispersión
Los primeros cálculos teóricos acerca del efecto Tyndall y su aplicación en la física atmosférica fueron publicados hace 140 años por el físico británico John William Strutt, tercer Barón de Rayleigh. Su título era un clásico inmediato: Sobre la luz del cielo: su color y polarización. A diferencia de Tyndall, Strutt era un cristiano creyente. Se le atribuye haber afirmado que "la verdadera ciencia y la verdadera religión no están ni deben ponerse en oposición". Pero el espectáculo del color del cielo era claramente parte de la ciencia, y lo describió con la precisión matemática que la ya conocida teoría ondulatoria de la luz le permitía. Sus cálculos mostraban que, tal como lo había observado Tyndall años antes, si las partículas eran mucho más pequeñas que la longitud de onda de la luz, digamos, menores a 0.1 micrones (10 milésima parte de un milímetro), entonces debía producirse una dispersión preferencial para longitudes de onda pequeñas, es decir, azules y violetas (el violeta no lo percibimos en el cielo porque, por una parte, la atmósfera bloquea buena parte, y por otra, nuestros ojos no son tan sensibles a ese tipo de luz). Esta clase de fenómenos se conoce hoy como "dispersión de Rayleigh".
En sus tiempos, el Barón de Rayleigh y Tyndall pensaban que las responsables del cielo azulado eran partículas pequeñas que flotaban en la atmósfera, pero hoy sabemos que el efecto es principalmente producido por las mismas moléculas del aire que las conforman. Ese mismo aire le dio en 1904 el Premio Nobel de Física al Barón. Y no por haber resuelto la mítica paradoja del cielo azul, sino por haber descubierto en su composición química un elemento que nadie había visto antes: el argón. Es el tercer gas más abundante en nuestro aire (cerca de un 1%), pero sin embargo es difícil de detectar pues es inerte: no tiene reacciones químicas con nada. Rayleigh se dio cuenta de una paradoja gracias a sus precisos experimentos: el nitrógeno que obtenía del aire era poco más pesado que el que obtenía por otros métodos. Concluyó que debía estar mezclado con algo más. Era el argón, que finalmente fue capaz de aislar.
Hoy, además, podemos usar los cálculos de Rayleigh en abundantes aplicaciones tecnológicas. El nefelómetro, por ejemplo, instrumento que se usa para medir la contaminación del aire, utiliza su teoría (una generalización de ésta, para ser más precisos) para determinar la concentración de partículas a partir de la dispersión que estas producen en una luz láser.
Pero olvidemos por ahora la contaminación. El cielo hoy está limpio. Despejado. Es sólo nitrógeno, oxígeno, y un poco de argón lo que hace que desde todas partes del cielo esta hermosa luz azul nos llene de optimismo y energía.
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