A dos siglos de su derrota definitiva en Waterloo, Napoleón Bonaparte sigue generando controversia. La pregunta es si el brillante estratega militar y polémico líder político fue un estadista notable que impulsó la causa de la humanidad o un tirano cruel que prefiguró el totalitarismo del siglo XX. Una discusión que ha involucrado a pintores como Jacques-Louis David –que inmortalizó a Napoleón de manera majestuosa cruzando los Alpes, en su coronación imperial y en su gabinete de trabajo–, a músicos como Ludwig van Beethoven –que se decepcionó de Napoleón y retiró de la Tercera Sinfonía su dedicatoria a "Buonaparte"–, a filósofos como Georg W. F. Hegel–, quien quedó muy impresionado tras ver pasar a Napoleón luego de la victoria en la batalla de Jena (1806)– y también, por supuesto, a historiadores y comentaristas como el monje francés Cuming de Craigmillen, quien en 1797 –cuando el corso aún no cumplía 30 años– fue el primero en escribir un libro sobre Napoleón.
Al describir a un joven "rudo en sus modales, atrevido, emprendedor e incluso feroz", Craigmillen abrió los fuegos de un debate que persiste hasta hoy. Tan caliente es esta discusión, que algunos se han dedicado a investigarla. Es el caso del holandés Pieter Geyl, que en 1944 publicó Napoleón: a favor y en contra, o del profesor de Oxford Sudhir Hazareesingh, que en 2005 lanzó La leyenda de Napoleón.
La "leyenda" a la que se refiere Hazareesingh se forjó principalmente en Francia, donde Napoleón devino en "un modelo para generaciones sucesivas, idolizado por un amplio espectro de grupos sociales: hombres y mujeres, miembros de la burguesía y trabajadores, habitantes urbanos y rurales, jóvenes y viejos". Historiadores como Adolphe Thiers, en el siglo XIX, o el francófilo británico Vincent Cronin, idealizaron a Bonaparte. Cronin, cuya Biografía íntima de Napoleón fue publicada en 1971, lo califica como "un republicano liberal" que salvó los principios de la revolución concentrando en sí el poder "para impedir la reaparición de los antiguos odios y las luchas intestinas".
En los últimos años, una serie de autores provenientes de la esfera angloparlante ha cuestionado el genio militar y político de Napoleón. En 2006, el historiador norteamericano Owen Connelly publicó Equivocándose hacia la gloria, donde presenta al general como un "improvisador" que "regularmente cometía errores estratégicos" en el campo de batalla.
Por su parte, Las guerras de Napoleón, del británico Charles Esdaile, denuncia a la "leal banda de seguidores"que "han pasado sus vidas defendiendo la reputación histórica" de Napoleón, creando un mito alrededor del personaje.
Finalmente, la biografía en dos volúmenes escrita por el australiano Philip Dwyer entre 2007 y 2013 retrata a Napoleón como "el constructor de su propia leyenda", a menudo sobre la base del falseamiento de los hechos, aprovechando en su favor la "necesidad de héroes" que tenían los franceses tras la violencia del proceso revolucionario. Quizás el mejor ejemplo reciente del desdén anglo hacia Napoleón lo provea el divulgador Desmond Seward, quien en 2013 publicó Napoleón y Hitler: una biografía comparada. Allí señala que, pese a que "nadie puede negar que Hitler fue más malo que el emperador", las "similitudes entre ambos son inescapables".
Aunque parece claro que –como apunta Esdaile– buena parte de la controversia se origina en la descarada propaganda que hizo Napoleón de sí mismo, tampoco cabe duda que –como afirma Geyl– ella también hunde sus raíces en el hecho de que tanto sus críticos como sus defensores se han valido de la figura de Bonaparte para fijar su propia posición en diversos debates.
No es raro, entonces, que la interpretación dependa de los humores de la época en que cada cual escribe. Resulta sintomático que en tiempos en que se valora la democracia se multipliquen las críticas a Napoleón, mientras que en los períodos en que, como hoy, se cuestiona la política y se privilegia la eficiencia, Napoleón sea visto como un estadista de nivel.
Dos libros recientes dan cuenta de esta mirada favorable. En Napoleón el Grande (2014), el historiador británico Andrew Roberts muestra a Bonaparte como un tipo sofisticado, estudioso de los grandes filósofos de su época y conocedor de la historia clásica; preocupado por su familia aun al punto de sufrir costos significativos; un militar corajudo que supo innovar al poner en práctica lo que otros habían teorizado y poseedor de un don especial para entender e inspirar a la tropa; un gobernante sobresaliente, "el fundador de la Francia moderna", que legó instituciones como el Consejo de Estado y el Código de Napoleón, reformó la educación y adoptó el sistema métrico; un estadista que supo rescatar el legado republicano de la Revolución Francesa y expandió su espíritu por toda Europa.
Según Roberts, la instrucción militar hizo de Napoleón un “profundo conservador social” que creía en el orden y el "control centralizado" y sentía un "desagrado instintivo por todo lo que oliera a turba amotinada". Lo califica como "el último y el más grande de los autoritarios ilustrados del siglo XVIII en Europa", capaz de promover "los principios de la igualdad ante la ley, el gobierno racional, la meritocracia y el nacionalismo agresivo".
Por su parte, Patrice Gueniffey publicó en 2013 la primera entrega de su biografía de Napoleón. En Bonaparte: 1769-1802, el destacado historiador francés traza la trayectoria del hombre nacido en Córcega en 1769 bajo el nombre de Napolione Buonaparte. Una próxima segunda parte completará la obra, que según la revista británica Prospect está llamada a convertirse en la "biografía más autorizada" del corso.
Gueniffey destaca que Napoleón lograra transformar al mundo en sólo 25 años, que es el período que va desde el inicio de la Revolución Francesa en 1789 y el fin del Imperio en 1815. Según el historiador, en ese breve plazo Bonaparte alimentó la controversia al desempeñar una variedad de roles: "Patriota corso, jacobino, revolucionario, thermidoriano, conquistador, diplomático, legislador, héroe, emperador, patrón de las artes, dictador republicano, soberano hereditario, hacedor y removedor de reyes, e incluso monarca constitucional en 1815”. Esta multiplicidad de papeles hace difícil "ver a Napoleón como realmente era".
Una tarea que se ve aun más complicada por las contradicciones de Bonaparte. Roberts las detalla a lo largo de su libro: el patriota corso que pidió que sus restos descansaran a orillas del Sena, "en medio del pueblo francés que tanto he amado"; el promotor de la libertad que no dudó en aplastar con las armas la rebelión popular del 13 de Vendimiario en París (1795); el jacobino que traicionó la revolución al convertirse en primer cónsul (1799), cónsul vitalicio (1802) y emperador (1804); el legislador republicano que censuró a la prensa y llegó al poder a través del golpe de Estado del 18 de brumario (1799); el escéptico religioso que firmó el Concordato con Pío VII en 1801 y pidió la extremaunción antes de morir en el exilio en 1821; el amante de las artes y miembro del Instituto de Francia que ordenó masacrar a sus enemigos en Jaffa y aplastar la rebelión haitiana; el enamorado de Josefina que le fue pertinazmente infiel; el general infalible que cometió errores de principiante en Waterloo.
Lo único indiscutible en torno a Napoleón es que la actual corriente de simpatía liderada por Roberts y Gueniffey no será definitiva. Cambiarán los tiempos y los historiadores volverán a tratarlo como lo hizo el norteamericano Alan Schom en 1997, en medio de la confianza liberal en un nuevo orden mundial democrático: "La memoria de Genghis Khan palidece en comparación" con la de Bonaparte. Porque, como escribió Esdaile, las preguntas persisten: "¿Conquistador o liberador? ¿Agresor o víctima? ¿Sanguinario o mártir? Por 200 años la discusión relativa a Napoleón y su política exterior ha retumbado sin cesar: no muestra señal alguna de llegar a término, menos de ser resuelta".