Desde 1999, Mario Varas (Llay-Llay, 1981) ha hecho una carrera musical silenciosamente, desinteresado en si se le presta más o menos atención. Bajo el nombre de Calostro ha editado siete discos, todos grabados y producidos por él de forma casera, salvo por Antología (2015) —que contó con el trabajo de Pablo Muñoz, de De Janeiros— y Allende los dosmiles (2002) —grabado por Pablo Flores y Sebastián Sampieri—. Ahora lanza Caszely, su último disco —también grabado en su casa— llamado así en honor al rey del metro cuadrado.
Compró su primera guitarra, usada, en una tienda de Conchalí. Tenía quince años y aprendió a tocarla solo, de oído. Antes de
eso había construido una batería con latas de betún vacías y un cajón de cebollas. 22 años después, el espíritu sigue siendo el mismo: Calostro hace música con lo que encuentra. Una consola de videojuegos o una olla. Su trabajo se ha caracterizado siempre por dos cosas: grabaciones de baja fidelidad y melancólicas letras sobre la vida cotidiana, y ha hecho un camino solitario, en paralelo a otros músicos —como Gepe, con quien partió en Jacobino Discos— en una década en la que en Chile lo que más se ha hecho y ha gustado ha sido un pop de autor muy cuidado y producido. Calostro, en cambio, registra sus canciones sin segundas tomas, como si fueran una fotografía.
—¿Por qué Caszely?
—Es un homenaje, pero no pensando específicamente en él, sino en el hecho de decir que no a Chacarillas, y que eso tuviera consecuencias para tu familia. No me gusta el fútbol, pero algo me pasa con la imagen de Caszely: una vez lo vi quebrarse en una entrevista y eso me tocó. Le preguntaban por su mamá, que fue torturada. Pude ver el sufrimiento en su rostro, el mismo que he visto en las caras de muchos familiares de detenidos desaparecidos, torturados o sobrevivientes. Ese dolor habla solo. Y, de alguna manera, es ese dolor el que ha hablado a través de mis canciones: siendo hijo de torturado, no puedes escapar de ese dolor. Es algo que es parte de uno.
—¿Las letras de Caszely hablan de eso?
—Surgen de ahí. "Chocolito", la primera, habla de querer repetir la infancia, hacer todo de nuevo con la conciencia del ahora. "La curva", la sexta, la pensé como si hubiese estado en Quillota el 73, en el regimiento. Como si fuese alguien amarrado a una silla, con los ojos tapados con una tira de saco harinero.
—¿Qué te proponías con este disco?, ¿te impusiste limitaciones?
—Ninguna más que el hecho de grabarlo en Portastudio y repetir al mínimo las tomas. Lo que sí quería es que, a pesar de que lo considero un disco triste, no fuera tedioso, y por eso agregué baterías en algunos temas, donde pensé que tenía sentido. Y, bueno, también la idea de intercalar temas instrumentales con algunos cantados, para darle un flujo calmo al disco en conjunto. Que los interludios funcionaran como descansos. Igual había temas que había trabajado de antes (de hecho, dos canciones del disco salen en la antología del 2015, porque eran parte de mi repertorio, pero nunca las había grabado).