UNO. Si es por elegir una imagen inicial, puede ser esta, la de las ratas. Ratas por miles, disputando con los humanos lo poco y nada que hay para sobrevivir en una ciudad soviética sitiada por los alemanes. En Stalingrado, atacan día y noche, más todavía a los heridos y postrados. Cada tanto, también, los humanos atacan a las ratas porque la hambruna campea. En esa lucha cuerpo a cuerpo las ratas tienen una ventaja. En la ciudad de Viazma, por ejemplo, cuando los aviones alemanes se preparan para un nuevo ataque, las ratas huyen en masa hacia el campo. Un mar de ratas en estampida. Quién sabe por qué, pero lo sienten venir mucho antes que los humanos y saben lo que viene. Tanto así que, luego del bombardeo, cuando el fuego no termina de apagarse, las ratas retornan para darse un festín.
La imagen está descrita en La guerra no tiene rostro de mujer, uno de los dos libros que se acaban de publicar en Chile de la Premio Nobel de Literatura 2015, la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich. El otro es Voces de Chernóbil. El primero trata de las mujeres soviéticas que combatieron en la Segunda Guerra Mundial. El segundo es sobre el desastre de la central nuclear ocurrido en 1986 en lo que hoy es Ucrania, en la frontera con Bielorrusia. En apariencia, los dos libros tienen poco que ver entre sí, a excepción de la geografía política en que ocurren los sucesos. Sólo en apariencia.
Ambos están urdidos por una misma tragedia, la gran tragedia de un pueblo acostumbrado al sacrificio. Ambos, además –como ocurre con gran parte de la obra de Alexiévich, articulada por testimonios polifónicos–, tienen una misma mirada crítica que desacraliza los símbolos oficiales y extiende la medida del dolor y el espanto.
Si es por inscribir estos dos libros en un solo género, antes que literatura bélica o de catástrofes, esto es terror.
Ambos libros están urdidos por una misma tragedia, la gran tragedia de un pueblo acostumbrado al sacrificio. Ambos, además –como ocurre con gran parte de la obra de Alexiévich, articulada por testimonios polifónicos–, tienen una misma mirada crítica que desacraliza los símbolos oficiales y extiende la medida del dolor y el espanto.
DOS. En los libros de Alexiévich no está la gran historia del pueblo soviético. Lo que hay acá es la pequeña gran historia, vista no desde el suceso en sí —define ella—, sino desde "el suceso de los sentimientos". Como en Vida y destino, de Vasili Grossman, los héroes de la Premio Nobel son frágiles y corrientes. Apenas nombra al jefe de seguridad de la central de Chernóbil, pero sí está la historia de amor del bombero que la noche del desastre partió sin mayor protección a combatir las llamas de la central nuclear. Semanas después, en un hospital en Moscú, su esposa encuentra a un hombre que, en palabras de los médicos, "ya no es su marido, un ser querido, sino un elemento radiactivo con un gran poder de contaminación".
Del juicio a los responsables de la tragedia, apenas unas pocas líneas. En cambio, está la historia de la familia que llega a vivir en los alrededores de una ciudad desolada como es Chernóbil después de la explosión, a sabiendas de que está expuesta a un ambiente mortal. Qué puede ser peor que lo que tenían antes, que era nada. Ahora al menos tienen una casa y algo de paz.
Con La guerra no tiene rostro de mujer ocurre algo similar. Cuando comenzó la invasión alemana a la Unión Soviética, miles de muchachas —casi un millón— se ofrecieron de manera voluntaria para ir al frente de batalla. Muchachas jovencísimas, muchas niñas, que aprendieron a ejecutar prisioneros de guerra, o peor aún, a desertores de su propio bando; niñas que en la guerra ya no fueron más niñas, que volvieron irreconocibles, si es que volvieron.
"Yo hasta crecí durante la guerra", dice una. "De vuelta mi mamá me midió. Había crecido diez centímetros".
TRES.
La historia de Svetlana Alexiévich no es muy distinta a la de esas muchachas. Sus dos abuelos paternos murieron en esa guerra, lo mismo que dos de los tres hijos de esos abuelos. Sólo sobrevivió el padre de la escritora, de origen uc
raniano. Otra parte de esa misma familia ucraniana —once personas en total— fue quemada viva por los alemanes.
Alexiévich, entonces, pudo ser una de esas mujeres que marcharon a la guerra. Pero cuando nació, en 1948, la guerra había terminado hace tres años. En la búsqueda de esas motivaciones, y las huellas que aún permanecen entre las sobrevivientes, la escritora descubre que varias de ellas aún hoy sueñan con los campos de batalla y apenas soportan ver un pedazo de carne cruda. La gran mayoría se unió al ejército de manera impulsiva, sin saber a lo que iban. Es difícil saberlo si antes no se vive una guerra.
Hasta la caída del Muro, en la Unión Soviética sólo había libros oficiales sobre el tema. Y todos, por cierto, hablaban de grandes proezas y héroes de granito. Por lo mismo, como ocurrió con la gran novela de Grossman, Alexiévich no pudo publicar sobre el tema en tiempos del comunismo soviético. El censor de turno le objetó el "primitivo naturalismo" de su estilo, que humilla y destrona a "la mujer heroína".
CUATRO. El 8 de octubre último, cuando el mundo conoció a Svetlana Alexiévich, la Academia Sueca argumentó que la autora era merecedora del Nobel "por sus escritos polifónicos, que son un monumento al sufrimiento y al coraje de nuestro tiempo". La declaración refrendó lo que ya se sabía de sobra: el Nobel de Literatura connota una corrección política de cánones occidentales.
Coraje y martirio pueden dar lugar a buenos temas, pero jamás han sido requisitos de una buena escritura. Lo que hizo la Academia fue reconocer, en nombre de Alexiévich, a autores como Anna Politkóvskaya y el mismo Grossman, que pagaron caro sus denuncias al estalinismo y a lo que le sobrevive en Rusia. De paso, al premiar por primera vez a un autor por su obra periodística, la academia elevó el periodismo a la categoría de arte literario.
Es cierto que el estilo polifónico de Alexiévich no despliega en su totalidad las posibilidades literarias del periodismo. Pero su escritura cultiva de manera ejemplar el género de la entrevista testimonial, donde la voz de la autora desaparece casi por completo para darles voz a los protagonistas. A fin de cuentas, son ellos los que narran y nos sumergen en un pozo negro, un campo yermo, una madriguera de ratas que huele a descomposición y aceite quemado.