La mañana del miércoles 2 de diciembre, el debate en Westminster partió acalorado. Y no fue sólo porque la sede del gobierno británico, que tiene más parlamentarios que asientos, estaba repleta. La discusión sobre la aprobación de los ataques aéreos a Siria venía precedida de una tensa tormenta política. Jeremy Corbyn, flamante líder del laborismo y declarado pacifista de toda la vida, se oponía a una acción militar favorecida por el 59% de los británicos y por muchos de los integrantes de su partido.
Los días previos fueron agitados. Si bien primero se había negado a dar libertad de acción, Corbyn debió recular y dejar a sus correligionarios votar a su gusto. El riesgo de que renunciaran destacados miembros del partido demostró ser demasiado peligroso para una colectividad que sigue curándose las magulladuras de la última elección general.
El cambio de postura no fue desaprovechado por sus opositores. La prensa conservadora, de tradición partidista, fue lapidaria: "Es la vuelta en U más humillante de sus once semanas a cargo de la oposición", dijo el Daily Telegraph. David Cameron, según declaraciones filtradas a los medios, tachó a Corbyn y sus seguidores de "simpatizantes de los terroristas".
Es que a pesar de haber presidido por cuatro años un grupo activista llamado Stop the War, Corbyn ha tenido que enfrentar acusaciones, por parte de quienes promueven el bombardeo, de estar del lado de la violencia.
En un Estado donde el recuerdo del terror está todavía muy vivo, la masacre de París generó un escalofrío colectivo. La idea de que el extremismo está tocando la puerta y que la historia puede repetirse se instaló en un discurso público que no acepta medias tintas, y en el que la consigna es "o estás con ellos o con nosotros".
Las tensiones raciales y religiosas no son desconocidas en una isla con más de 8 millones de inmigrantes, cuya población musulmana se ha duplicado en la última década. Y crecen con episodios como el ocurrido el sábado 5, cuando un hombre armado con un cuchillo atacó a tres personas en el metro de Londres mientras gritaba: "¡Esto es por Siria!".
El debate de once horas sobre el bombardeo ocurrió con estas tensiones y otras más como telón de fondo. Venía también acompañado de la desesperación por terminar con la crisis de los refugiados, que presiona éticamente a uno de los países más prósperos de la región. Estaba cimentado también sobre la necesidad del gobierno de mostrar lealtad con sus aliados militares, quienes estaban esperando por la reacción de Westminster.
En este contexto, no sorprende que la situación fuera compleja para Jeremy Corbyn. Los 66 votos laboristas a favor del bombardeo muestran el delicado equilibrio que debe sostener si quiere ser el próximo primer ministro. Por un lado, debe mantener la unidad con los sectores del laborismo que están más cercanos a la derecha. Por otro, debe tratar de recuperar la dura derrota electoral en Escocia, donde el conglomerado perdió contra una coalición que está más a la izquierda que la suya. Y mientras hace todo esto, el político —que como parlamentario votó 534 veces en contra de la postura partidista oficial— tiene que demostrar que puede alinear a su sector en temas polémicos.
No es la primera vez que se vaticina el quiebre del Partido Laborista. Más aún, cualquier acción de Corbyn parece ir de la mano de rumores de que esta vez sí que el conglomerado no va a aguantar. Por ahora, el partido sigue en pie. Los aviones recién despegaron, y el camino a la calle Downing, donde reside el primer ministro, todavía es largo.