Cuando mi abuela recibió el cuerpo de su hijo de 26 años en un ataúd sellado que sólo permitía ver su rostro, pudo constatar que le faltaba el ojo izquierdo y que le había sido extraído con algo romo, a sangre fría, porque no tenía tajos en sus párpados. Tenía la nariz quebrada, tajeada, hinchada y separada de abajo. La mandíbula inferior estaba quebrada en varias partes y la boca era una masa informe, tumefacta, donde era imposible distinguir algún diente. Tenía un tajo en el cuello, la oreja derecha partida y semiarrancada, además de otras huellas de agresión, como quemaduras, un surco profundo —posiblemente una bala superficial—, tajos y moretones. No pudo ver más que su apenas distinguible rostro, pero supo que tenía dos balas, en el hombro y el estómago, y el empleado de la funeraria en Antofagasta lloraba al contarle del estado de su cuerpo. Así lo declaró ella ante organismos de derechos humanos. Así me enteré yo de niña, al hurgar el libro de Patricia Verdugo que rescata este testimonio.

Frecuentemente se habla de manera muy abstracta de la tortura y los delitos cometidos durante la dictadura. En mi caso, aquella vívida imagen descrita por mi abuela es con la que crecí gracias al legado que dejó Sergio Arellano Stark y su Caravana de la Muerte en mi familia, luego del asesinato de mi tío, a quien no conocí.

A raíz de la reciente muerte de Arellano Stark, el presbítero Joaquín Alliende escribió a El Mercurio que a pesar de cometer "acciones de la mayor gravitación moral", Arrellano cometió también "acciones meritorias", las que relata, y luego dice que "en los tribunales terrenos siempre quedan espacios misteriosos en acciones donde perduran factores imponderables al interior de la conciencia individual". No pretendo poner en duda el relato del P. Alliende ni los posibles remordimientos de conciencia de Arellano Stark. Pero sí me interesa manifestar el abandono y la desazón que se vive al leer su relato y entrever esa dolorosa indiferencia ante la prolongada falta de justicia con la que tantas personas vivieron y murieron, y que otros heredamos, frente a las situaciones de inimaginable violencia protagonizadas por el fallecido general.

Hay pocos episodios de la dictadura más documentados que el que Arellano Stark protagonizó; sin embargo, ha tomado el tiempo de mi vida entera dictar una sentencia que lo consideró culpable. Lógicamente, inimputable a esas alturas, con gran parte de los afectados bajo tierra —mi abuela por cierto— y, lo que es más grave, sin el indiscutible juicio social del que invisten los fallos judiciales efectivos. El ex ministro de Justicia José Antonio Gómez declaró —a raíz de la muerte de Arellano— que "siempre quedará la sensación que a lo mejor hubo más cosas que hacer (…) hay una serie de situaciones que fueron realizadas por los tribunales, hoy hay gente presa, se está haciendo justicia". Pero se equivoca. No es cierto que la justicia tarda pero llega, porque cuando llega demasiado tarde es otra cosa. Porque 40 años después a pocos les importa y, si no importa, no está la validación social de aquella sentencia que permita reparar algo de aquel abandono. Porque cuando pasan 40 años para resolver un caso plagado de evidencias, no queda ni una luz de esperanza para tantas personas que no tuvieron el privilegio de reconocer y enterrar los cuerpos de sus muertos —aunque fuera mutilados— y que no saben si tirar flores al desierto o al océano.

Es precisamente lo extemporáneo de aquella "justicia" lo que permite que el juicio a Arellano sea "discutible" a través de testimonios personales enviados a la prensa, reavivando aquel dolor heredado, incrustado en todas aquellas familias y amigos de sus tantas víctimas.