Lo que no pudieron aguantar fue el hedor de la muerte. Era fines de 2012 y lo que ellos recordaban como su ciudad ya había dejado de existir. La guerra había llegado a Alepo medio año antes y él con su hermano menor y su madre habían pasado semanas refugiados en el centro de su departamento, intentando no moverse por las ráfagas de fuego, las explosiones y el ruido atronador, como si todas las armas del mundo, dice, estuvieran siendo disparadas justo allí, afuera. A él, Nour Kabbani, odontólogo recién titulado, que cuando empezó todo estaba por comenzar a trabajar en una clínica en las afueras de la ciudad, le tocó hacerse cargo: despedirse cada día de su familia, y salir, escondido, a caminar todo el día por Alepo, entre los cadáveres y el fuego cruzado de rebeldes y militares, en busca de agua y algo de comida para los suyos. No era fácil, y había días en que no lo conseguía, aunque hasta entonces se había arreglado para mantenerlos con vida.

Pero las bacterias que expelían los cuerpos, que la gente enterraba en plazas o en cualquier esquina donde hubiera algo de tierra, fueron demasiado: acabaron por enfermar a su hermano menor, de cuatro años, que empezó a arder en una fiebre que para cuando pudo conseguir un doctor vivo ya se había transformado en infección generalizada. Entonces lo decidieron: si lograban recuperarlo, se irían como fuera de allí. Tenía un hermano mayor, Obada, que había estudiado Química y Farmacia en Cuba, y había terminado ejerciendo en un país del que nunca había oído hablar, al final del mundo. Si querían tener una chance, supieron, tendrían que pagarles a los contrabandistas para que los llevaran al Líbano, adonde había huido el embajador, y allí pedirle que los ayudara. Escondidos en un vehículo rebelde, vieron por última vez los vestigios de lo que solía ser su ciudad antes de empezar un viaje de tres días hasta llegar, la noche del 27 de enero de 2013, a Santiago de Chile. Habían conseguido visas gracias a la invitación de Obada, y su madre y su hermano estaban a salvo. Su papá, que decidió quedarse cuidando al resto de la familia, se había despedido de ellos antes de que se convirtieran en mercancías de contrabando.

–No sabía nada de este país, nada. Sólo que era la última oportunidad que tenía. Ya había perdido la esperanza en la vida, en el futuro, en mí. Todo ese tiempo sólo pensando en cómo encontrar un pan para mi hermano, y ahora Chile era la única esperanza de salvarlo.

"Yo soy dentista y trabajo en cualquier cosa. Mis hermanos en un restaurante. El pequeño no puede estudiar. Nuestra vida se está destruyendo. Si los refugiados que van a llegar van a tener los mismos problemas, se les va a destruir también la vida", dice Nour Kabbani.

Cuando dice eso, en un perfecto español, sentado al anochecer en una bencinera de Recoleta, Nour Kabbani, de 31 años, se ve agotado. El dentista, que también habla inglés, ruso y armenio, además de su árabe natal, ha entrado a las cuatro de la mañana a su trabajo en una empresa de buses, y luego ha tratado durante toda la tarde de abrir alguna de todas las puertas que se le han cerrado en la cara. A mitad de semestre, luego de que su hermano Abdulrahman, hoy en segundo básico con promedio 6.8, fuera golpeado por sus compañeros, quiso cambiarlo a un colegio de la red SIP. Pero cuando entendió su error no pudo volver atrás: por no tener en su poder el certificado de nacimiento, no lo dejaron inscribirlo. En el Ministerio de Educación, en el Registro Civil y en la Seremi le dijeron lo mismo: que sin ese papel no podía estudiar en Chile. Él trató de explicarles que no podía conseguir ningún documento en una ciudad arrasada, pero le dijeron que así eran las leyes.

Sus otros hermanos, Aljoud y Karam, dos gemelos de 24 años que no pudieron seguir pagando sus estudios de Odontología e Ingeniería en Rusia y se vinieron el año pasado con la familia, están desesperados. Luego de aprender seis meses español, cuando averiguaron en el ministerio cómo dar la PSU, les dijeron que, por no haber convenios con Siria, primero tenían que rendir exámenes para convalidar séptimo y octavo, primero y segundo, y tercero y cuarto medio. Para dar todas esas pruebas el tiempo mínimo que les tomará será tres años, y luego la PSU.

El caso de la familia de Nour Kabbani, que luego de tres años aún no puede conseguir la permanencia definitiva, resume todas las fallas sistemáticas a las que se están enfrentando los sirios que han huido de la guerra a Chile. Él mismo, luego de juntar 3.500 dólares para poder conseguir los papeles necesarios, y un millón de pesos para inscribirse, reprobó el examen de revalidación de su título de Odontología por no alcanzarle el tiempo para leer ni el 70% de las preguntas. Aunque habla cinco idiomas, y se había preparado como oyente en un centro odontológico en Alcántara, el español técnico todavía le cuesta esfuerzo. Tras fallar, intentó abrir una empresa para vender insumos médicos, pero tres bancos rechazaron darle un crédito por su situación migratoria. Hoy trabaja como asistente técnico en una empresa del Transantiago, pero tiene miedo de que lo echen si le rechazan la permanencia definitiva por, justamente, no tener una situación económica estable.

El gobierno aún no comienza a elaborar el plan de reasentamiento de familias sirias que la presidenta prometió en septiembre del año pasado, y que Chile confirmó ante la ONU hace dos semanas en Ginebra, en una cumbre para tratar el problema de los 4.5 millones de sirios desplazados. Pero, por mientras, los 171 sirios que han entrado al país con visas temporarias desde que empezó el conflicto –de los que sólo 51 han conseguido la permanencia definitiva–, y los 19 refugiados y 12 solicitantes de refugio que hay en Chile, se enfrentan a un país que los intenta acoger, pero con un sistema que no está del todo preparado para hacerlo. Esto, pese a la ayuda de algunos organismos como la Fundación de Ayuda Social de las Iglesias Cristianas (Fasic), en el caso de los refugiados, y la Sociedad de Beneficencia Siria para los migrantes sirios en general.

Mientras este lunes se postergó por segunda vez la presentación del borrador de la nueva ley de migraciones, enfocada en flexibilizar la entrada y fortalecer los derechos de los migrantes, en las ONG y organismos del Estado saben que el país tiene que mejorar su red de ayuda si pretende traer las cerca de 120 personas (al menos 30 familias) que ha anunciado. Esto, aunque aún no comience a elaborarse el plan, que tardaría al menos ocho meses.

En el caso de Nour Kabbani, quien como la mayoría de los sirios profesionales que han llegado tuvo que huir con lo puesto, no pidió refugio por una mezcla de orgullo, miedo a quedar señalado, y por la lentitud de un proceso, que tarda un año y medio en recabar los antecedentes y decidir sobre el candidato. Su situación es paradigmática de los desajustes que aún hay que resolver en el país para poder recibir a la migración siria post crisis humanitaria.

Él la sintetiza así:

–Si realmente quieren ayudar a todos esos refugiados que van a traer, tienen que ayudar en los detalles. ¿Por qué no me dejan trabajar en un consultorio público? Yo no quiero ganar ni siquiera lo que reciben los chilenos, puedo ganar menos, pero déjenme hacerlo. En esos 120 van a venir muchos profesionales, ¿van a traerlos para decirles que no sirven?

Visiblemente agobiado, agrega:

–Yo soy dentista y trabajo en cualquier cosa. Mis hermanos en un restaurante. El pequeño no puede estudiar. Nuestra vida se está destruyendo. Si los refugiados que van a llegar van a tener los mismos problemas, se les va a destruir también la vida. O vamos a tener que trabajar todos vendiendo dulces árabes. Queremos participar en esta sociedad, no poner dulces en la boca de la gente.

un refugio limitado

El abogado Alfredo del Río es, seguramente, la persona que más sabe sobre crisis humanitarias en el país. Antes de ser el encargado de selección de los programas de refugio y asentamiento de Extranjería, fue durante más de una década responsable de Acnur para América Latina, y le tocó dirigir operaciones en Honduras, México, Irak, Zambia y Zimbabue. En Mozambique coordinó la repatriación de más de un millón de personas. Hoy es el encargado de entrevistar a los aspirantes a refugiados que llegan al país, antes de que el caso pase a una comisión en la que la palabra final la tiene el subsecretario del Interior.

También fue el coordinador general del programa de asentamiento de refugiados palestinos de 2008, y de allí, explica, sacaron varias lecciones: la importancia de incluir un subsidio habitacional para los recién llegados, de ayudarlos a aprender el idioma para que no se formen guetos, de viajar al país a explicarles lo que tendrán y no tendrán cuando lleguen para evitar un problema como la desadaptación de los yugoslavos que llegaron en 1998.

Del Río da cuenta de los beneficios que han ido ganando: mientras dura el proceso los refugiados hoy pueden acceder a Fonasa y a apoyo para los primeros tres meses de arriendo. También a clases de español en Fasic, aunque muchos no van más que nada por la dificultad de trasladarse por la ciudad y el gasto en transporte.

–El objetivo es que la gente pueda insertarse en condiciones de dignidad. Tenemos muchas solicitudes y somos pocos. En esta sección trabajamos seis. Y se van acumulando, por eso tardan. Ahora mismo tenemos que analizar 300 casos, la mayoría de colombianos –dice Del Río.

Uno de los temores del gobierno es la posibilidad de repetir una situación como la vivida en Uruguay, el primer país de la región en abrirse a recibir refugiados, pero sin un buen programa de acompañamiento, y que terminó con buena parte de los sirios acampando en las plazas de Montevideo y pidiendo que los devolvieran. Al igual que Argentina y Brasil, que han recibido a la gran mayoría de los sirios que han llegado al continente desde la crisis, el año pasado Chile flexibilizó la entrega de visas –en la práctica las limitó, como en el caso de Nour, a conseguir la invitación de algún conocido–, en un gesto que fue valorado por la comunidad internacional, mientras la mayoría de los países del primer mundo empezaban procesos inversos. Pero la ayuda de organismos como Fasic e incluso la posibilidad de ir a cursos de idioma, sigue limitada sólo a refugiados, por la escasez de recursos.

"No existe una política pública para migrantes, ni un sistema focalizado para atenderlos desde el ingreso, ni preocupación por los sistemas de acogida, cómo operan sus redes, cómo conectarlos", dice María José de Las Heras, abogada del programa para sirios de la Clínica Jurídica UC.

Hace un mes, Alaa Alachram, de 36 años, fue el último sirio en lograr el refugio, luego de una espera que duró un año y medio. Sentado en un pequeño departamento de Santiago Centro, con su esposa y sus hijos, de 5 y 7 años, dice que cuando mira por la ventana y ve las montañas recuerda cómo era Yabrud, su ciudad, antes de quedar bajo una lluvia de bombas. Le cuesta hablar español, pero saca su celular y el video que muestra, de un intenso bombardeo sobre unos edificios, no necesita muchas más palabras. En octubre de 2014 tuvo que dejar a su mujer y sus hijos, y partir al Líbano en busca de un país que lo acogiera y lo ayudara a traer a su familia.

Ir a Europa lo asustaba, por el rechazo que pensaba podía generar un musulmán, así que se puso en contacto con un primo que no veía hace años, del que sólo sabía que vivía en un lugar que se llamaba Chile. Su primo le envió la carta de invitación, y poco después estaba en Santiago. La gente, dice, le pareció muy amable con los inmigrantes, y la ciudad le recordó a la suya. Los problemas vinieron después: luego de entrar en el sistema de candidatos a refugio, en los siguientes meses no consiguió encontrar trabajo como mueblero, su oficio. Él cree que por no saber español. Cuando al fin encontró trabajo, en un restaurante en San Bernardo, luego de unos meses terminó denunciando en televisión, junto a otros trabajadores, los abusos físicos y el engaño con los pagos de su dueño, de origen sirio.

En el camino, la situación de su ciudad seguía empeorando, y su plan de obtener el refugio rápido para enviar invitaciones a su familia no tenía asidero en la realidad. Cuando ya no tenía a quién acudir, la Sociedad de Beneficencia Siria le hizo una carta para su esposa, y luego de once meses pudo reunir a su familia en Chile. Hoy sobreviven vendiendo shawarmas en la U. de Santiago, pero el departamento en que viven se los paga la ONG.

–Cuando las visas estuvieron listas mi corazón salió volando, y luego no podía creer ver a mi familia acá –dice–. Que me hayan dado el refugio ahora me sirve, porque con eso me dan la permanencia definitiva, pero sólo por eso. Me hubiera servido mucho más hace un año y medio.

De todas formas, va a tramitar el refugio para su esposa y sus hijos. Una vez juntos, no quiere tomar ningún riesgo que los pueda volver a separar.

los otros brazos

Sobre un pequeño escritorio, al fondo de un pasillo con varios módulos, Alaa Alachram le entrega a estudiantes de Derecho y Trabajo Social de la U. Católica los papeles de su familia. Unos metros más allá, tres veinteañeros sirios recién llegados tratan de entender cómo hacer que sus títulos sirvan en Chile. Uno de ellos, estudiante de Ingeniería en Siria, cuenta que sólo le quedaba una materia que aprobar, pero la reprobó a propósito para salvarse de que lo llamaran a la guerra. Ahora, sin ningún papel que lo acredite, teme tener que empezar todo de cero.

Los pasillos de la Clínica Jurídica de la U. Católica, donde los alumnos de tercero y cuarto de la carrera hacen sus prácticas ayudando a quienes no tienen dinero para pagarse un abogado, son uno de los primeros lugares a los que hoy van a pedir ayuda los migrantes sirios recién llegados.

Luego de firmar un convenio con la Sociedad de Beneficencia Siria, y apadrinados en EE.UU. por el Boston College, el año pasado empezaron a recibir casos de sirios, y este año llevaron el proyecto más allá:en una alianza con la Escuela de Trabajo Social están atendiendo a los inmigrantes en grupos de alumnos de ambas carreras, ayudándolos a solucionar sus problemas migratorios, asesorándolos en conflictos legales y generándoles mejores redes de apoyo.

La abogada María José de Las Heras, quien antes trabajó en los ministerios de Justicia y Desarrollo Social, y hoy dirige el proyecto junto a la asistente social Liliana Guerra, tiene una visión crítica de la forma en que se maneja el tema.

–No existe una política pública para migrantes, ni un sistema focalizado para atenderlos desde el ingreso hasta la salida, ni preocupación por qué pasa cuando la persona está en Chile: los sistemas de acogida, cómo operan sus redes, cómo conectarlos. Hay que entender que el migrante es vulnerable, independiente de su situación socioeconómica. Y hay que sacar el tema de la perspectiva de la seguridad pública y verlo desde el desarrollo humano.

Fahed Saad, de 63 años y Ph.D. en Ciencias Aplicadas, es otro de los inmigrantes que hoy están ayudando. Luego de dos años en el país junto a su esposa, Nahla Dahma, de 60 años y profesora de francés, aún no obtienen visa permanente, y no puede sacar adelante el emprendimiento que montaron, de exportación de frutos secos, por no tener acceso a crédito. Hoy, dicen, ni siquiera pueden sacar un celular a su nombre, ni les dejan conducir con el carné internacional que tenían en Siria. En la clínica jurídica intentan ayudarlos a solucionar esas cosas.

Adolfo Numi, el abogado sirio que coordina la ayuda de la Sociedad de Beneficencia Siria para la mayor parte de los migrantes en el país, cree que, pese a todo, Chile es uno de los países que más disposición ha mostrado para ayudar a los sirios tras la crisis humanitaria. Pero cree que la clave para acogerlos está en reformar la ley migratoria, y pasar del enfoque de la seguridad nacional al de los derechos y la protección de los migrantes.

Hoy, dice, las grandes peleas son facilitar los trámites legales para que no haya más ingenieros, médicos y arquitectos sirios vendiendo shawarma en la calle, y así aprovechar su potencial para la sociedad chilena. También cambiar la forma cómo se trata a los inmigrantes en la frontera, con una institucionalidad que sea capaz de detectar a las personas que requieren ayuda del Estado.

Así, dice, se evitarán más casos como el que los puso por primera vez en movimiento en febrero del año pasado, cuando Carabineros encontró durmiendo en el bandejón de la Alameda a una pareja de sirios -él, químico farmacéutico-, que habían entrado al país con papeles falsos, sin hablar español, huyendo de los bombardeos. Tras quedar con arraigo nacional quedaron sin tener dónde ir. Ellos los quisieron convencer de que pidieran refugio, pero a esa altura los sirios sólo querían irse de regreso.