La torre es un rectángulo color damasco, con cables a la vista y fierros oxidados. Bajo sus 14 pisos, de negro imperturbable, Rodolfo Ledezma mira a los que entran. Tiene 41 años y los conoce hace una década, cuando por primera vez fue a tocarles la puerta para pedirles lo de siempre: que vendan sus departamentos. Es un lunes de diciembre y Ledezma entra también y saluda al conserje.
—¿No me tiene ninguna novedad? —pregunta.
En esos diez años ha conseguido comprar solamente cinco de los 106 departamentos y un local comercial del edificio de La Portada en Vitacura, el más antiguo de "Sanhattan". No es el único: desde que en 2006 se comenzó a construir a su lado la Torre Titanium, varias inmobiliarias han querido convertirla en una torre moderna de más de 40 pisos. Pero él es quien ha estado más cerca de conseguirlo. O el que más lo ha intentado.
Casi en simultáneo a que comenzara la construcción de la Torre Titanium, el mayor proyecto del arquitecto Abraham Senerman, Ledezma había terminado sus estudios en la Universidad de Chile, donde fue durante años como oyente a las clases de Arquitectura, pero nunca fue alumno regular. Tenía siete años más que el resto de sus compañeros y no tenía título, pero uno de sus profesores, socio de Senerman, lo llevó a la oficina. Entró como júnior y fue adquiriendo más responsabilidades, hasta que terminó a cargo de la oficina de arquitectura. Entonces estaba acostumbrado a pasar casi todo su tiempo en la obra, y solía llegar a las reuniones con los zapatos llenos de tierra. En 2010, cuando vino el terremoto, fue a ver primero a su mamá y de inmediato a la torre. Y vio con alivio que seguía erguida.
En ese momento, lo que querían en la oficina de Senerman era construir otra torre similar junto a la que ya estaban haciendo; pero los propietarios, sin ningún ánimo de irse del lugar, se opusieron.
—Al principio me decían que no querían saber nada de nosotros, que les habíamos llenado el barrio de autos y que los habíamos invadido. Yo los entiendo, porque llega a ser prepotente lo que se hace: están en su casa con su familia y les llega una carta. Les dan un plazo y si no acceden, los enfrentan a sus vecinos. Las inmobiliarias son muy impersonales.
Él, dice, trata de ser diferente: intenta conocerlos a todos. Aún no ha logrado comprar ni el 5% de los departamentos, pero recibe saludos de varios de sus dueños para las fiestas, almuerza con ellos, va a sus funerales. Sabe, por ejemplo, que hay una mujer que no quiere vender el suyo porque cuando joven compró una alfombra en un viaje que no le cabe en ninguna otra parte.
Lo que tiene en mente, y para lo cual necesita la confianza de los vecinos, es un plan extraño. Desde que dejó de trabajar con Senerman, hace tres años, su objetivo es transformar el antiguo edificio en una torre híbrida, donde coexistan pisos de oficinas y un hotel con los departamentos de los propietarios originales. Lo que les ofrece a cambio es quedarse a vivir en el edificio que no quieren dejar, y mientras lo construye ubicarlos en un hotel en el sector.
Sabe que es un proyecto complicado, pero dice que quiere terminar el desafío que le dio su mentor, Senerman, hace diez años, cuando una mañana le preguntó si se sentía capaz de comprar La Portada de Vitacura. Ledezma le dijo que sí. A sus 32 años, empezando a ejercer la arquitectura en la oficina más importante del país sin tener un título universitario, se sentía capaz de todo.
EL GRUMETE LEDEZMA
Cuando estaba en la cima del volcán Villarrica, a punto de bajar sobre una vieja tabla de snowboard, Ledezma se quedó paralizado. Era el 29 de septiembre de 1999, y de pronto la realidad le cayó encima. Esa mañana había muerto su abuelo, trece años antes su padre, él ya tenía 25 y pensó por primera vez —luego de ocho años recorriendo Chile haciendo surf— que no tenía un futuro. Se preguntó, en una suerte de rapto existencial, hacia dónde estaba bajando. Entonces recordó algunas cosas: las casas en los árboles que armaba de niño, sus buenas notas en el colegio en artes visuales, a su mamá, que le solía decir "mi arquitecto". Allí, sobre ese volcán, cuenta hoy, decidió que al bajar de nuevo al suelo empezaría a levantar cosas sobre él.
Cuando volvió a su casa en San Bernardo, contó su decisión en una comida y su hermana mayor fue la primera en oponerse: le dijo que no tomaba un libro hace años, que no iba a terminar la carrera y que no había nada de plata. Ledezma reunió lo justo para matricularse en la Universidad Marítima, un establecimiento privado en Valparaíso que ya no existe. Como no tenía un aval, le dieron un mes para regularizar su situación económica. Pero en ese tiempo alcanzó a obtener buenas notas y al mes siguiente, cuando se presentó en la sala sabiendo que no podía pagar, lo dejaron entrar. Alcanzó a cursar un año entero de forma irregular, pero en el examen final, cuando una inspectora vino a pasar la lista, le dijo que tenía que salir.
—Ellos entendían que el que pagaba tenía derecho a seguir estudiando y yo no tenía cómo. Me sacaron de la sala delante de todo el curso y me dio pena, me sentí humillado.
Ledezma cuenta lo que vino después sentado en una sala de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la U. de Chile: el mismo día de diciembre de 2000 en que lo echaron del examen, se tomó un bus a Santiago, entró por primera vez a esa facultad, y ya no volvió a salir. Fue directo a la oficina de Manuel Fernández, entonces decano, y lo que le dijo fueron cosas mal argumentadas: le contó su historia —un padre muerto a sus 12 años, una madre que aprendió a leer cuando él fue al colegio y que ahora tenía hemiplejia— y le dijo que ésa era la Universidad de Chile, y que él era chileno. Que quería estudiar Arquitectura. Fernández le respondió lo obvio: que había un proceso de admisión, con una prueba, pero que él tenía derecho como ciudadano a entrar a la sala de clases, y que si el profesor lo recibía, que viniera.
Desde el primer día de clases les contó a todos que no estaba matriculado, y sus profesores le decían que tenía talento. Se sacaba buenas notas, elegían sus maquetas para las exposiciones de final de año, pero la relación con sus compañeros que sí pagaban no era fácil. Cuando la administración de la universidad publicaba la lista de quienes debían el arancel —él no figuraba—, eran otros alumnos los que escribían al final: "Ledezma paga la hueá".
Los profesores le buscaron alternativas para que pudiera sacar el título en otros establecimientos. Una de las ofertas fue de la Universidad de La República, donde podía entrar becado a tercer año. Lo pensó durante un día, pero finalmente no aceptó: quería estudiar en la Universidad de Chile.
"Desde el punto de vista de la arquitectura, no es necesario botar la torre. Pero si dejamos que este edificio se deteriore, va a ser un lunar en el barrio", dice Ledezma. "Ojalá los dueños se pudieran quedar viviendo en el lugar más bonito de Vitacura".
—Todos decían "pobre cabro", "por qué no lo ayudan", "no va a tener título", pero para mí ese no era el tema. Yo quería aprender a desarrollar la arquitectura.
Ledezma cuenta un recuerdo de sus 12 años, cuando en el colegio le dijeron que tenía que leer un libro de Francisco Coloane, pero él prefirió ver la película. Y lo que le mostró la pantalla lo deslumbró: era la historia de un joven de 15 años, que también tenía una madre viuda y tampoco tenía dinero, que quería entrar a la Escuela de Grumetes de la Armada y decidió subirse de manera clandestina a la Baquedano. El último grumete, al final de la historia, terminaba en tierra vistiendo el uniforme de marino.
—Él iba haciendo mérito, conociendo a la gente y ganando prestigio dentro de la tripulación, y terminaba siendo uno de ellos —dice Ledezma ahora—. Entonces me dije: "Esto se puede hacer".
LA TORRE HÍBRIDA
Después de terminar todos los ramos, los profesores le sugirieron que hiciera también su proyecto de título y le dieron una fecha para rendir su examen. Pero entonces apareció una carta abierta a nombre del presidente del centro de alumnos y dirigida al decano, que denunciaba que como Ledezma no había pagado, no podía recibirse. Citaba el propio reglamento de la universidad, y las autoridades le respondieron que no podían hacer nada. Uno de sus profesores le dijo que rindiera el examen igual, aunque no fuera oficial, porque todos querían evaluarlo. Se sacó un 6,5.
Cuando llegó a trabajar en la Torre Titanium, ya había hecho su práctica en la construcción de la nueva pista de aterrizaje del aeropuerto y había sido coordinador de la construcción del nuevo edificio del Hospital Militar. Entró a trabajar con Senerman y remodeló una sala de reuniones para convertirla en su oficina. Partió como júnior y terminó usando casco plateado. Con el tiempo llegó a hacerse cargo de buena parte de los negocios y luego de seis años de trabajar con Senerman, se independizó. Aunque lo sigue considerando su mentor, ahora son competencia: ninguno de los dos ha dejado de soñar con adjudicarse La Portada.
Pero sabe que para eso falta tiempo. Por mientras, está construyendo en Atacama, con su firma Negocios Verdes, el Terrapuerto Copiapó, una estación intermodal para buses dentro de un parque logístico, en una superficie de casi 60 mil metros cuadrados que solía ser un polvorín del ejército. Dice que todos sus proyectos —que él dirige pero no firma—, además de sustentables, deben ser empáticos con las comunidades. Hoy trabajan también en un centro comercial para Calera de Tango, que va a contar con preuniversitarios y salas que pueda usar la municipalidad para hacer reuniones, y un tren que una Valparaíso con Santiago en 45 minutos.
Y siempre está La Portada, que ya es casi una obsesión. Cree que para que exista van a tener que pasar otros diez o quince años. Que la gente todavía no quiere vender, y que Senerman —que hoy tiene comprados dos departamentos— nunca lo entendió.
—La gente que vive ahí sólo tiene ese departamento, lo único que les queda patrimonialmente es vivir en la misma comuna que cuando eran jóvenes. Los arquitectos creen que porque van a llegar con una maleta de plata la gente va a rendirse, y el tiempo de esa arquitectura ya pasó.
Por eso la oferta que quiere hacer a los propietarios es que se queden ahí. Lo que quiere es construir un edificio híbrido, con departamentos para los propietarios en la nueva torre, que también albergaría un hotel y pisos de oficinas. Y mientras se construye el edificio, pagarles la estadía cerca de donde están acostumbrados a vivir. Varios vecinos, asegura, ya están convencidos de sumarse a su propuesta.
En el edificio, lo que dicen los dueños es que ya no confían en las propuestas, que han recibido demasiadas —la última, de otra inmobiliaria, hace dos meses— y siempre quedan en nada. Edith Gallardo vive hace una década en el octavo piso y es asesora de la directiva de los propietarios. Dice que la fórmula de Ledezma, construir la torre manteniéndolos a ellos adentro, es la única forma en la que muchos estarían dispuestos a vender.
—Lo que nos interesa es quedarnos aquí, con departamentos nuevos. No voy a dejar de vivir en Vitacura.
Ledezma lo explica así:
—Desde el punto de vista de la arquitectura no es necesario botar la torre. Pero si dejamos que este edificio se deteriore, va a ser un lunar en un barrio donde todos los edificios son nuevos. Ojalá los dueños se pudieran quedar viviendo en el lugar más bonito de Vitacura. Ojalá yo pueda hacer eso.
Ahora son las seis de la tarde y Ledezma entra a una peluquería que queda en el primer piso, por detrás del edificio. La administradora no está y pide que le dejen el recado: que vino a verla el arquitecto. Cuenta que esa peluquería también es suya y que la diseñó él, y se pone a hablar de más cosas del edificio mientras lo rodea y lo mira, y lo mira y lo rodea. La torre todavía es un rectángulo damasco que sigue con los cables a la vista y los fierros oxidados.