Alguna vez me perdí en Venecia buscando el museo del Corto Maltés. Era un sábado de carnaval y la ciudad estaba llena. El museo estaba promocionado en una guía turística, pero ya no existía. Un tatuador nos dijo que había cerrado. Lo único que quedaba de él era la puerta que nadie abrió en una vieja casa vacía. Sentí pena, pero daba lo mismo: toda Venecia era el museo del Corto. El italiano Hugo Pratt (1927-1995), su creador, volvía a ella en sus historias como un laberinto de signos privados que lo remitían a la cábala y al barón Corvo, a una biografía que había cubierto varios continentes y que podía contarse como muchas vidas que en realidad eran una sola.
Eso porque su autor convirtió su vida y la del Corto en material de leyenda, en una de las obras maestras de la historieta de la segunda mitad del siglo XX al renovar el género del cómic de aventuras de modo irrevocable. Pratt, uno de los grandes artistas del siglo pasado, había crecido entre Venecia y Etiopía, había estado en la guerra hasta volverse un artista maduro en la Argentina de Perón, donde se pegaba juergas legendarias mientras trabajaba con el también legendario H.G. Oesterheld. Entremedio, se especializó en el wéstern y los cómics bélicos. Cuando creó al Corto Maltés puso demasiadas cosas suyas y de los otros: en La balada del mar salado, su primera historia de 1968, Conrad y London se mezclaban con sus recuerdos privados, con una memoria oral que recordaba de oídas el fin del colonialismo y la Primera Guerra Mundial.
La balada del mar salado y la larga lista de aventuras del Corto que dibujó en las dos décadas siguientes se volvieron esenciales y explotaron más allá de los cómics. Le dieron nombre a revistas y libros, consiguieron fanáticos, fueron objeto de merchandising pero, sobre todo, construyeron una mitología propia que sus lectores disfrutamos quizás como un racconto falso del siglo pasado. En álbumes como Las linternas rojas o Tango, Pratt fue madurando de modo inesperado, llenando de alusiones literarias y esotéricas sus cómics; de modo que por ahí aparecían las sombras de John Reed, Stalin, Hesse, Lugones o Borges al lado de condesas rusas exiliadas o revolucionarios turcos como Enver Pachá. Así, lo que partió como la historia de un pirata perdido en el Pacífico, rodeado de criminales entrañables, como el ruso Rasputín, se expandió hasta volverse un universo de referencias propio. Pratt dibujó todo aquello cambiando su trazo. Cómic tras cómic, se volvió más abstracto, sacrificó la precisión documental por una claridad etérea y enfatizó el rostro de sus criaturas hasta fundirlos con el paisaje, rompiendo una y otra vez el relato clásico en una serie de digresiones oníricas, de cuentos surreales y paradojas místicas como la maravillosa Fábula de Venecia.
¿Vale la pena? Sí. Obvio. Son demasiados años sin el personaje, que quedó en el aire, con la sugerencia de que su final estuvo en la guerra civil española o, como indicaba "La balada...", pasó los últimos años en Viña del Mar, durante los 60.
Anoto esto porque acaba de aparecer Bajo el sol de medianoche. Es la primera de las aventuras oficiales del Corto Maltés que no ha escrito y dibujado Pratt. No es rara esta continuación póstuma. En el cómic las obras no terminan cuando sus creadores mueren, es una regla de oro, algo que vale tanto para Astérix como para los X-Men. Editada en español por Norma, escrita por Juan Díaz Canales (Blacksad) y Rubén Pellejero (Dieter Lumpen), resulta raro leerla. Mal que mal, han pasado 20 años de la muerte de Pratt y casi 30 desde Mû, la última de las aventuras del Corto que hizo.
¿Vale la pena? Sí. Obvio. Son demasiados años sin el personaje, que quedó en el aire, con la sugerencia de que su final estuvo en la guerra civil española o, como indicaba La balada..., pasó los últimos años en Viña del Mar, durante los 60. Ambientada en Alaska y Canadá, Bajo el sol de medianoche ocurre en 1915 (después de La balada…) y tiene todo lo que lo uno espera del Corto: pasajes oníricos, Rasputín, una aventura azarosa y la sombra de la tradición literaria como una forma de complejizar los hechos históricos. Canales, de este modo, escribe un relato clásico del personaje donde Corto Maltés, a partir de una petición de un Jack London terminal, parte al norte a buscar a una ex prostituta devenida en líder feminista. Ahí las cosas se enredan. Todo se vuelve más loco; la violencia da paso a la alucinación, la excentricidad de los personajes a los ecos de la guerra que se libra en Europa.
Así, el guión está aceitado para unirse con el universo del personaje sin hacer demasiado ruido. Díaz Canales conoce los tics de Pratt, pero no abusa de ellos. Pellejero, quien le debe no poco al italiano, hace un trabajo tanto o más preciso que Canales. Para él dibujar al Corto significa jugar con líneas y manchas para dotarlas de sentido, como si recordar el trazo de Pratt significara aprenderlo todo de nuevo.
Bajo el sol de medianoche usa la cronología abierta que dejó Pratt, colándose en sus agujeros. No está Venecia, pero sí la sombra de un Pratt que extrañábamos. Gracias a eso, el Corto Maltés sigue siendo ese héroe que es también un asesino literario, un anarquista sentimental que contempla cómo el fuego de la revolución arde mientras se pregunta por su sentido profundo, haciendo de la aventura un arte de la fuga, algo que lo trae de vuelta a sí mismo, al vértigo del sentido y del horror de lo contemporáneo. Eso era quizás la aventura para Pratt, pero también para Díaz Canales y Pellejero: ahí donde brilla la nostalgia debe haber también una conmoción secreta e intraducible, acaso la mirada perdida de un personaje sobre un horizonte invisible en la ventana de una viñeta.