El último mes en Cuba había deseado que el viaje se cancelara, no pisar nunca en su vida suelo chileno, no tener la oportunidad de hacer lo que iba a hacer. Sentía, por primera vez, terror. Las semanas previas al campeonato, ya en el país, se había quedado entrenando hasta tarde, simulando estar hipermotivado, para que sus compañeros estuvieran durmiendo cuando él se acostara y se pusiera a llorar. Esos últimos días, en abril, mientras Santiago era sede de las clasificatorias de lucha grecorromana para los Juegos Panamericanos de Toronto 2015, él había estado ausente: casi no hablaba, y sólo pensaba en su madre, que sabía que no volvería a ver en los ocho años que iba a durar su castigo. Lo atormentaba que le pasara algo en su ausencia.
Entremedio, había hecho lo que pocos desertores hacen: había competido y había logrado la medalla de bronce, un lugar impropio para un campeón panamericano como él. Pero pese a perder con un dominicano al que pocos meses antes había vencido en sólo siete segundos, el objetivo para el que lo habían llevado estaba cumplido: clasificar a Mijaín López, doble campeón olímpico y tres veces campeón mundial, el mayor rival de su vida y su amigo, a los juegos. Su papel en el equipo, durante una década como segundo luchador de Cuba en la categoría mayor, 130 kilos, era ese: aunque no hubiera en el continente un tercer luchador mejor que él, él jugaba las clasificatorias, pero a los torneos iba López, para muchos el mejor de la historia. No había dinero para dos carreras de primer nivel. Luego de esa última pelea se tapó la cara con una toalla, en un rincón del Centro de Alto Rendimiento y lloró, pero no por la derrota, sino porque se acercaba lo que tantas veces había imaginado: los helicópteros buscándolo, los perros policía, él escondido en algún agujero de algún lugar.
Y ahora estaba allí, pasada la medianoche del día en que volaban de vuelta, tratando de acomodar sus 1.94 metros y sus 130 kilos de músculos en un pequeño sillón del lobby del Hotel Fundador, en el centro, con un bolso con algo de ropa, sin dinero ni su pasaporte, que sus entrenadores mantenían en su poder, para evitar, justamente, que sus deportistas desaparecieran. Esperó, nervioso, que la delegación colombiana terminara de hacer check-out, y cerca de las dos de la mañana cruzó la puerta del resto de su vida. Caminó rápido hasta la esquina y se subió a una camioneta. Desapareció de la faz de la Tierra.
Una hora más tarde, el gigante Yasmani Acosta, de 26 años, medallista de oro en el Panamericano de Río Negro 2011 y gran promesa de la lucha a nivel mundial, estaba en una cama demasiado pequeña para él, mirando el techo de una de las pocas habitaciones que a esa hora estaban desocupadas del motel Marín 014. Estaba aterrado. Esperaba los perros y los helicópteros, pero si eso no pasaba esperaba que Chile, el país donde a partir del día siguiente sería un ilegal, lo nacionalizara para tener a su primer campeón.
Cuando la ciudad despertó, él seguía con los ojos abiertos.
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Es la tarde de un lunes y Yasmani Acosta está sentado afuera del Centro de Alto Rendimiento, en una banca que, como casi todo, le queda pequeña. Ha estado todo el día haciendo trámites para obtener, a un año de su deserción, la cédula chilena. Los procesos son lentos: conseguir papeles de un régimen que lo considera un traidor, entender qué hacer con ellos, hacer colas interminables en el Registro Civil, sentirse observado por todos. Este es su primer entrenamiento en casi tres meses, desde que Andrés Ayub, el único luchador de su peso en Chile, se lesionó. En el camino, ha trabajado de guardia en fiestas en el hotel W y en Espacio Riesco, ha hecho clases de lucha en un colegio de La Cisterna y, más que nada, ha esperado a que alguien de la federación le diga que puede competir por Chile. Pero la llamada no llega. Para hacerlo, sus únicas opciones son que Cuba lo libere ante la federación internacional, o que Chile le otorgue la nacionalidad por gracia. Lo primero fue rechazado por Cuba el mes pasado. Lo segundo debe aprobarse como proyecto de ley en el Congreso, pero nunca un desertor cubano la ha recibido, ni parece fácil.
Mientras cuenta esas cosas, Yasmani Acosta ingresa al entrenamiento de la selección de lucha grecorromana, de la que no puede ser parte, y los luchadores lo reciben efusivamente. La mayoría repite lo mismo: que si el cubano Mijaín López es el Messi o el Bolt de la disciplina, Acosta viene después. Que aún les cuesta creer que esté allí con ellos. Aunque algunos tienen logros a nivel sudamericano, saben que de poco le sirve al cubano entrenar con ellos. Su pareja, siempre el más alto y corpulento presente, hoy es Carlos García, un profesor de matemáticas 30 kilos más liviano que él, que cuando termine el entrenamiento, exhausto, dirá que se sintió un muñeco de goma. El cubano, estrella fugaz de un país de leyendas de la lucha, ha forcejeado con él durante más de una hora, desplazándose por el tapiz con movimientos fulgurantes, como si no supiera que pesa 130 kilos, una montaña de piedra capaz de girar y saltar y caer y revolcarse.
"Ojalá alguna autoridad entienda que estamos hablando de un atleta del nivel del Chino Ríos, de Tomás González. No un atleta como nosotros, que podemos tener algún logro, pero somos de la media. Alguien de su nivel no existe en Chile", dice el luchador Cristóbal Torres, medallista de bronce en Toronto 2015.
El entrenador de la selección chilena, el cubano Néstor Almanza, otra leyenda de la lucha, dos veces campeón del mundo, lo mira desde un costado. Aunque es partidario del régimen castrista, lo hace con afecto: en Cuba fue su entrenador desde los 13 años. Mientras el matemático García gira por los aires, Almansa dice, con tristeza, que Yasmani tenía las cualidades para ser el gran rival de Mijaín López, pero que lo subieron a ser su sparring demasiado joven, con 16 años, y luego lo dejaron abandonado.
—Es algo de lo que siempre se ha hablado en Cuba: que lo subieron antes de tiempo y no le siguieron explotando sus virtudes, que hoy lo tendrían de tú a tú con Mijaín. Y se quedó. Pero bien entrenado es un medallista mundial. Si se va a Estados Unidos lo nacionalizarán, seguro.
Todos en el equipo dicen lo mismo. Luego de que las gestiones con Cuba para lograr el permiso fracasaran, y de que sus posibilidades se redujeran a la nacionalidad por gracia o esperar cinco años para poder hacerlo por la vía tradicional, los demás luchadores crearon la Fundación Luchador, con el objetivo de hacer gestiones a favor de que el cubano pueda vestir la camiseta del Team Chile. Aunque nunca ha competido en unos Juegos Olímpicos, por vivir a la sombra del mejor del planeta, todos consideran que sería una apuesta segura para la primera medalla olímpica en la historia de la lucha chilena. Y temen, como Almanza, que el país pierda esa oportunidad de oro.
Al costado de la cancha, Cristóbal Torres, medallista de bronce en Toronto en la categoría 59 kilos, el mejor luchador chileno junto a Andrés Ayub, también mira entrenar a Yasmani Acosta. Dice que en las últimas semanas lo han llamado luchadores de Venezuela y Brasil, preocupados de si Chile nacionalizará a la bestia cubana.
—Nadie quiere que lo hagamos, le tienen miedo. Ojalá alguna autoridad entienda que estamos hablando de un atleta del nivel del Chino Ríos, de Tomás González. No un atleta como nosotros, que podemos tener algún logro, pero somos de la media. Alguien de su nivel no existe en Chile.
Terminado el entrenamiento, Acosta dirá que pensó que todo iba a ser distinto, y que tiene miedo de haber enterrado su carrera deportiva. En noviembre, el Comité Olímpico lo llevará a un abierto en Brasil a participar en nombre de un club chileno, Spartacus. Él cree, o quiere creer, que si en esa competencia vence a todos sus rivales sin que le marquen un solo punto, tal vez haga el ruido necesario para conseguir la oportunidad de ser chileno.
—Necesito demostrar mi nivel, y voy a salir a ganar por superioridad técnica, sin que nadie me toque —dice—. Yo puedo ayudar a Chile, pero necesito la nacionalidad. Sólo quiero una oportunidad. El resto corre por mi cuenta.
Desde 1990, 66 personas han recibido la nacionalidad por gracia en Chile, la gran mayoría sacerdotes. El tenimesista japonés Yutaka Matsubara, cuyos padres viven en el país hace dos décadas, logró en 2014 ser el primer deportista en conseguirla, y hoy es una de las figuras del Team Chile. Pero en el Comité Olímpico nadie tiene muy claro que vaya a haber un segundo caso.
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En la historia de Yasmani Acosta hay un punto en que todos están de acuerdo: de no haber tenido la mala fortuna de coincidir con Mijaín López, un luchador portentoso que ha ganado mundiales sin apenas entrenar, no habría demorado en conocer la gloria. Pero cuando a los 16 años lo citaron a la selección adulta porque nadie se atrevía a entrenar con López, su futuro quedó sellado. No podía saberlo: en los años 90, la década dorada de la lucha cubana, cuando los isleños al fin empezaron a vencer a las ex potencias soviéticas, el actual entrenador de Chile, Néstor Almanza, y Filiberto Azcuy se distribuían todos los campeonatos y competían entre ellos por ser el mejor. Pero con el derrumbe económico del régimen castrista ya no habría dinero para más que uno.
Acosta había crecido correteando entre los naranjos de Agramonte, un pueblo de cinco kilómetros cuadrados que nunca había dado un luchador famoso. Pero él parecía nacido para serlo: todos le decían "Hulk", con nueve años parecía de 15, y los profesores de lucha no tardaron en invitarlo a jugar a sus gimnasios. Su madre, que lo había criado sola luego de que su padre se fuera a España, se negaba, pero él quería ser una estrella.
Yasmani Acosta quiere demostrarle a Chile, en un abierto que se realizará en Brasil en noviembre y donde competirá por un club, que merece defender sus colores. "Yo puedo ayudar a Chile, pero necesito la nacionalidad. Sólo quiero una oportunidad. El resto corre por mi cuenta", dice el cubano.
Progresó rápido: antes de cumplir los 13 ya había ganado sus primeros provinciales, y pese a la poca preparación que podía tener en su pueblo, en el campeonato nacional salió cuarto. Entonces llegó la convocatoria a la selección juvenil en La Habana, la mudanza, los entrenamientos por las noches para que los otros muchachos comenzaran a respetarlo, y la obsesión, por primera vez, por ser el mejor.
—Hay que entender que en Cuba no es como aquí. Allá lo único que vale es el oro: la plata y el bronce no son bien mirados. Y si tienes el oro, entonces lo que vale es ganar por una superioridad aplastante, demostrar que nadie puede ni tocarte. Esa es la mentalidad. De eso se trata.
Cuando con 16 años lo convocaron a la selección adulta, Mijaín López, siete años mayor, ya empezaba a ser un mito. Ningún luchador quería ser su pareja, porque era demasiado duro entrenar contra él. Esa primera mañana, cuando temeroso entró al círculo para enfrentarlo por primera vez, pasó algo inesperado: en el primer intento de López por meterle los brazos, el juvenil se los empujó hacia abajo, giró, y lo hizo volar por los aires. Lo que en lucha llaman un "sacrificio". Los demás luchadores gritaron. López se paró, lo agarró y lo levantó del suelo, furioso. El entrenador le gritó que lo soltara, que era un niño.
Esa fue la única vez, en los ocho años que entrenó a diario con él, que pudo vencer a Mijaín López. Se hicieron amigos, pero hasta su última pelea antes de desertar, le seguía diciendo lo mismo: que no lo iba a volver a pillar desprevenido. Con el tiempo, la distancia aumentó. Acosta era cada vez más fuerte, pero sin rodaje internacional no tenía la experiencia para vencerlo. En cinco campeonatos nacionales llegaron ambos a la final, y él siempre se quedó con la plata. A pesar de que arrasaba con sus rivales en América, tenía pocas oportunidades de enfrentar a rusos, iraníes o armenios, las otras grandes potencias de la disciplina.
Su última gran oportunidad fue en 2011, cuando entrenando, involuntariamente, lesionó de los dos codos a Mijaín López. El año anterior ya había ido a la Copa del Mundo de Armenia, pero se había desgarrado poco antes por entrenar demasiado para vencer a López, y había sufrido para obtener el cuarto lugar. Esta vez, en Bielorrusia, el turco Riza Kayaalp, el único que ha logrado vencer a López y actual campeón del mundo, fue demasiado rival.
Luego de ese campeonato empezó su declive. Desmotivado, empezó a faltar a los entrenamientos, y se quedaba encerrado en su casa para que nadie lo viera. Aunque lo asustaba, empezó a pensar en dejar el país.
Cuando Mijaín López le dijo, a fines de 2014, que el que ganara el torneo nacional iba a obtener el cupo para las clasificatorias de Chile, le costó contener la agitación. Era la gran oportunidad que estaba esperando. Entonces volvió el monstruo que había sido: entrenando con Mijaín en la semana y en su pueblo los fines de semana, corriendo encapuchado por sus cinco kilómetros cuadrados y luchando entre los naranjales, se preparó como nunca para ganar el torneo. Nadie fue capaz de ganarle un punto.
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Después de ganar el bronce en Chile, fugarse y pasar la primera noche de su nueva vida en un motel, Yasmani Acosta pasó un tiempo en una pieza compartida, y finalmente el luchador Andrés Ayub lo instaló en el departamento en el que vive. También le regaló su ropa, y lo ayudó a pasar los primeros meses. Luego los luchadores Alejandro Burgos y Cristóbal Torres le ofrecieron trabajar en Seguridad Olímpica, la empresa de seguridad en fiestas que mantiene a buena parte de los luchadores chilenos. En la calle le han ofrecido ser stripper, pero nunca lo haría.
Dice que le cuesta subsistir en la sociedad chilena. Que no entiende cómo funcionan los bancos, las isapres, ni las instituciones, pero que está intentándolo. Que uno de los golpes más dolorosos que tuvo fue la negativa de Cuba a dejarlo competir por Chile. Aunque había visto cómo les habían dicho que no a otros desertores, pensó que con él iban a hacer una excepción.
—Yo ayudé a mi equipo muchísimo —dice, y por primera vez parece frágil—. Nadie quería entrenar con Mijaín, nadie. Yo ayudé en todo lo que pude. Y antes de irme competí y lo dejé clasificado a los juegos. Pensé que iban a hacer una excepción conmigo.
Sus posibilidades actuales se reducen a la nacionalidad por gracia, esperar cinco años para tenerla por vía tradicional, o irse del país. Manuel Espinoza, presidente de la federación chilena, cree que la única posibilidad es esperar esos cinco años, y mantenerlo compitiendo por clubes. Pero Acosta dice que aunque quiere vivir y luchar por Chile, no va a perder su carrera. Antes de eso, tal vez pruebe en Estados Unidos, que hace poco nacionalizó a un luchador armenio, o donde se le abran las puertas.
Ya es medianoche, y el gigante Yasmani Acosta abre un cajón de una cómoda, en el departamento en Santa Lucía que comparte con otras tres personas, y saca un pequeño papel, timbrado por la Secretaría General de la Presidencia. Es el recibo que le dieron hace una semana, cuando fue a La Moneda a entregarle una carta a la presidenta, explicándole quién era él, y por qué le pedía, por favor, que lo dejara combatir con los colores rojos de Chile.
En la recepción, le dijeron que si no recibía respuesta, volviera en un mes más, pero él tiene esperanza en que le responderán. Su carta, dice el papel, es la 35.216.